Venciendo la muerte
(Christian Duquoc)
Bajar a los infiernos es enfrentarse con la muerte, pero con la
esperanza divina de vencerla, primero para Cristo, y después para toda la
humanidad.
La bajada a los infiernos evoca la ambigüedad del cosmos y lo trágico de
la historia colectiva. Es enfrentar el sentido del destino trágico del hombre.
Es sentir más profundamente el abandono.
Los infiernos representan “míticamente” la incapacidad del hombre de
dominar definitivamente el destino. Cristo ha vencido el destino. Pero el
hombre cree en el destino, se lo forja y esa idea lo entrampa. Se trata de una
amenaza cósmica e histórica al mismo tiempo.
Pero para Cristo ya no hay destino.
Los demonios que nos esclavizan son nuestros propios demonios. El poder
del destino se debe a la cobardía de nuestras responsabilidades colectivas.
Bajar a los infiernos para vencerlo, es demostrar que ya no hay ningún
destino que pese sobre el hombre, hasta el punto de vista de que el mismo
hombre no lo pueda forzar. Porque no hay infierno que no sea una creación del
hombre; por lo tanto, no hay infierno que sea irremediable, ya que una lucha
contra el destino es una subida de los infiernos. Y ese movimiento de
liberación ha sido asumido en Jesús, pero para toda la humanidad.
Bajar a los infiernos es ser dueños de las circunstancias, al utilizar
la libertad y asumir la vida terrena-histórica en su sentido pleno, con
responsabilidad. Es quitarse la idea de que todo sucede porque Dios lo conduce,
como en una especie de determinismo, o destino. Lo que sucede es porque nos
sucede como consecuencia de nuestra propia libertad. Se trata de la toma de
conciencia del más acá, y no tanto
con la mirada puesta en un más allá,
que nos quitaría el sentido de nuestra responsabilidad histórica.
Eso es la cruz.
La cruz nos indica que Dios se ausenta del mundo, para que viva el
mundo. La cruz es un “símbolo teológico”,
pues nos revela que la ausencia de Dios es la única forma de su presencia en
este mundo. Y la cruz sigue siendo lo que es y ha sido siempre, “un suplicio”. Y el hecho de que Jesús,
el Mesías de Dios, haya soportado ese suplicio, es una auténtica locura. Pero
esa locura hay que juzgarla, no ya a partir de la cruz, sino a partir de la
renuncia a un mesianismo de poder, que sería una burla al hombre y a Dios, al
mismo tiempo. La cruz, entonces, nos revela el rostro de Dios, no tanto por el
hecho de ser cruz, sino por ser el término de la fidelidad al mensaje que Jesús
proclamaba.
No se puede separar la cruz de la historia. La cruz no es un símbolo. La
cruz es la historia misma asumida en libertad y con responsabilidad, a la luz
de la fe en el resucitado, que es la esperanza.
Y eso es la resurrección.
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