Galilea y algunos datos
El dogma de la fe de la Iglesia, dice: “Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro
Señor. Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa
María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado”.
Ya en esa misma confesión de la Iglesia están implícitas las dos verdades de la
fe. Por una parte, está afirmando que Jesús es el Cristo, y por otra, está
haciendo una referencia histórica comprobable al decir que “nació de Santa María Virgen, padeció bajo el
poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”. Estas dos
verdades están unidas y no se pueden separar. Desde la fe, se anuncia y
proclama la fe en la resurrección y en el Resucitado. Y desde la historia se
precisa que fue en “tiempos de Poncio
Pilato”.
Esos dos datos aparecen en los Evangelios canónicos (Lucas, Marcos,
Mateo y Juan), que son las fuentes fidedignas, y de las que se tiene que partir
para todo posible estudio sobre Jesús. No se niega que las otras fuentes
ayudan, pero son aportes y no soportes, como la fuente Q, el evangelio de
Tomás, el evangelio de Pedro, los papiros de Egerton y de Oxirrinco, el
evangelio secreto de Marcos, los evangelios judeocristianos (el de los
Nazarenos, el de los Hechos y el de los Ebionitas), algunos manuscritos,
algunas cartas de San Pablo y de San Pedro, y los Padres de la Iglesia. Sobre todo
en el afán de intentar precisar cuáles han sido las palabras de Jesús, no en el
sentido de su interpretación, ni de su mensaje y doctrina, a las que San Pablo,
San Pedro y los Padres de la
Iglesia han sido fieles, sino a las palabras dichas y tomadas
como dichas literalmente por el propio Jesús. Eso en cuanto a las fuentes
cristianas.
En cuanto a las fuentes no cristianas, se tienen que dividir en varias.
Por un lado, están las fuentes judías, que son la de Flavio Josefo, un historiador
judío que nació en el año 37 después de Cristo, y que aporta muchos elementos
de gran utilidad sobre el judaísmo del siglo primero después de Cristo, y
algunos datos sobre Jesús de Nazaret. Sus obras son “La guerra judía”, y “Antigüedades
judías”. De esta última se toma el famoso Testimonio Flavianum, como prueba histórica de un historiador judío
sobre la existencia de Jesús, “hombre
sabio… que llevó a cabo hechos sorprendentes, un maestro de personas que acogen
con agrado lo que es cierto…”. Flavio Josefo habla de Jesús sin mostrarse
contrario a los cristianos. La otra fuente judía es la de los escritos
rabínicos, que por el contrario, lo hacen desde el rechazo y el silencio, al
punto de no aparecer nada sobre Jesús, ni en la Misná, que es la parte central
del Talmud, ni en la Tosefta;
aunque algo aparece en la
Guemara (una parte del Talmud añadida a la Misná), posiblemente
proveniente del siglo primeroI. La otra serie de fuentes, son las fuentes
romanas, siendo las más importantes la de Tácito, la de Suetonio, y Plinio el
Joven. Otras fuentes son la helenística (la de Mara y la de Luciano), y las
fuentes islámicas, especialmente el Corán.
La postura de los últimos tiempos de los estudiosos está en que no se
puede separar a Jesús, ni del judaísmo, del que era un heredero de su cultura,
donde nació, creció y se formó; como tampoco se puede separar del cristianismo
antiguo, como la comunidad que recibe el impacto
de su figura y de su mensaje. Sin uno, y sin otro. Sino los dos juntos. En el
primer caso se trata de aplicar el principio de continuidad, porque Jesús era un judío de la época que asistió a la Sinagoga, y fue educado
en la tradición de sus mayores. En el segundo caso, se trata de aplicar el
principio de la discontinuidad, ya
que es una nueva comunidad creativa de creyentes entre Jesús y la comunidad
cristiana del siglo primero, de la que surgen los cuatro evangelios canónicos.
Sin esos fundamentos podemos tener como resultado a un Jesús sin ninguna raíz
social, cultural, histórica. Eso sería tener a una persona extra-todo, fuera de
todo posible contexto. Sin un antes, y sin un después. Y eso no es. Todo lo
contrario. La conjunción de esas dos se llama “criterio de plausibilidad histórica”, para comprender, por ejemplo,
que Jesús iba a la sinagoga en sábado, en el día del reposo, donde escucha la
lectura de la Escritura
y, eventualmente, predica (Mc. 6, 2; Lc. 4, 16); pero que sorprende por su modo
de actuar porque, por otra parte, no respeta el día sábado, al curar enfermos,
a pesar de la oposición de los fariseos (Mc. 3, 1-6; Lc. 14, 1-6). En ese dato
hay una continuidad, porque respetaba
el día sábado; y con ello se ve la proximidad de Jesús al judaísmo de su época;
pero, hay una discontinuidad, porque
hay un distanciamiento con esa misma costumbre, de la que Él mismo es heredero
y respetuoso, e irrespetuoso, al mismo tiempo. La aplicación del “criterio de plausibilidad histórica”,
ayuda a tener una visión integradora de Jesús, más allá de la ambigüedad y de
la indefinición. Y esto permite hacernos una idea de un Jesús vigoroso y
singular.
Todas estas metodologías y su aplicación no puede alejarnos, sin
embargo, de lo que debe ser primordial, que quien quiera entender los
Evangelios, tiene que entender la
Escritura en el espíritu en que ha sido escrita, y debe
considerar el contenido y la unidad de toda la Biblia. De hecho, la
exegesis moderna ha mostrado que las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en
Escritura a través de un proceso de relectura cada vez nuevas. Ese es el gran
aporte de la nueva “exégesis canónica”,
que propone la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su
totalidad, y no se opone para nada al método histórico-crítico, sino que lo
desarrolla de una manera organizada y lo convierte en verdadera teología.
Reconociendo, igualmente, que el autor o grupo de autores de los libros de la Escritura, no son
escritores independientes, sino que forman parte del sujeto común “pueblo de Dios”. Es decir, que hablan a
partir de esa experiencia de pueblo de Dios, y hacia ese mismo pueblo se
dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo “autor” de las Escrituras. Precisamente,
porque obedece a un tiempo y espacio dinámicos de cada comunidad, en donde, justamente,
surgen y evoluciona cada libro en particular, en inspiración del Espíritu como
verdad revelada y en conexión estrecha en esa misma unidad. Esto lleva a
re-leer cada libro o texto escogido en relación con toda la unidad de la Escritura, porque se
trata de un mismo bloque unido, en donde todo converge, hacia la Palabra hecha carne; es
decir, Cristo (cfr.
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI, Jesús de
Nazaret, Primera parte, Desde el Bautismo a la Transfiguración,
Editorial Planeta Colombiana, S. A., 2007, pp. 7-21).
De todo esto se induce a precisar, entre otras cosas, que Jesús tuvo un
tiempo y un espacio concretos en la historia. Un contexto social y geográfico,
histórico y religioso en el que vivió, actuó y murió.
Este contexto geográfico es Galilea, cuya capital era en un tiempo
Séforis, y después Tiberiades. No pareciera haber ninguna relación de Jesús con
estas dos ciudades, ya que no aparecen mencionadas en los Evangelios, en cuanto
a alguna actividad de Jesús en ellas, ni como de visita o algo parecido. Hay
otras tres ciudades de Galilea, que sí aparecen mencionadas en los Evangelios,
en relación con Jesús, siendo ellas, Nazaret, Cafarnaúm y Betsaida.
Galilea era un
territorio agrícola y de pesca, con una distribución mixta de las propiedades.
Los grandes cultivos eran sobre todo los viñedos, los olivos y el grano. Muchos
propietarios de hacienda vivían fuera de Galilea, y tenían administradores que
las atendían. El gran problema económico de sus habitantes eran los impuestos.
Nazaret era una
ciudad pequeña. Sus habitantes en su mayoría eran campesinos o pastores. Cafarnaúm
era más grande que la capital, Jerusalén. Los habitantes de Cafarnaúm eran
pescadores y campesinos. Betsaida estaba situada cerca del lago, cerca del río
Jordán. Las casas de Betsaida eran mejores que las de Cafarnaúm, que a su vez
eran mejor las de Cafarnaúm que las de Nazaret. Betsaida, de entre las tres,
era la más importante por su actividad comercial, al tener manufacturas de
pescado.
La lengua que
hablaban los judíos-galileos era el arameo, con una entonación que los caracterizaba,
según el mismo Evangelio de San Mateo (26, 73), cuando identifican a Pedro, en
Jerusalén, al decirle “¡Ciertamente, tú
también eres de ellos, pues además tu misma habla [galilea] te descubre! La segunda lengua que se
hablaba en Galilea era el griego, y era la lengua de los que dominaban; es
decir, de la administración romana y del comercio. La tercera lengua era el
hebreo, que era la lengua propiamente de la religión judía, de la Biblia y de la oración.
Todos los judíos rezaban de memoria en lengua hebrea, de manera que la lengua
litúrgica del judío era el hebreo, lengua en la que se leía las Escrituras, y
en la que los rabinos enseñaban a sus alumnos. La otra lengua era el latín.
Pero éste se hablaba sólo entre los gobernadores romanos residentes en Cesarea,
la capital romana de Judea, además de ser la lengua oficial de la legión
romana.
Jerusalén era la
ciudad santa del judaísmo. Era el corazón del pueblo judío y de su religión. Ir
a Jerusalén era la máxima experiencia de la identidad judía. Jerusalén
representaba la promesa y el designio de Dios. Allí se tenían que cumplir todas
las Escrituras. Toda la actividad económica de Jerusalén giraba alrededor del
tempo, que generaba una gran actividad comercial, por los servicios que se
prestaban para el culto y la liturgia judía. Eso implicaba instalaciones para
acoger a los peregrinos, todas las obras y edificios destinados a la venta de
animales para los sacrificios, las mesas de cambio de moneda (una especie de
ofi-cambio), y todos las demás formas para garantizar el culto en el templo,
hacía que el templo fuera una institución de gran potencial económico en
Jerusalén. Todo alrededor de la
Ley judía.
La Ley judía se
resumía, entre otras cosas y mandatos, en el reconocimiento de Dios, creador y
perfecto; el respeto absoluto hacia los padres, la fidelidad conyugal en el
matrimonio monogámico, la prohibición de abortar, la solicitud por enterrar a
los muertos, la ayuda a los necesitados, la oración y el ayuno, la acogida de
los no judíos que mostraban interés por la Ley, los sacrificios en el templo, las prácticas
de purificación ritual en relación a las comidas, la sexualidad, el contacto
con los cadáveres y otras personas (como los leprosos, la mujer en su
menstruación, la recién parida) o cosas no puras. Todo lo legislaba en los
cinco libros (Pentateuco): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
Sobre la interpretación de lo anterior, es que aparecen los fariseos y
los saduceos, que eran los dos grupos que tenían mayoría en el judaísmo del siglo
primero. Para los saduceos, se trataba de interpretar y aplicar la Ley al pie de la letra.
Mientras que para los fariseos, además de los cinco libros de la Ley, estaban los libros de los
Profetas, que también tenían validez como norma, aunque con un grado inferior
que el Pentateuco. Para los fariseos se trataba de una “tradición” interpretativa de la Ley, comenzada en Moisés y transmitida en el
tiempo, adaptada por los grandes maestros según las circunstancias; es decir,
se trataba de darle importancia a la tradición
de los ancianos, que no era otra cosa que la Ley oral, que iba enriqueciendo con el tiempo.
Los fariseos y los saduceos conformaban el Sanedrín, que tenía su sede
en Jerusalén. El Sanedrín era el máximo órgano legislativo y judicial de los judíos
de todo el mundo, tanto para los que vivían en territorio judío, como los
judíos que estaban dispersos por el mundo.
Para los judíos-galileos cumplir la Ley era más difícil, sobre todo en la
purificación ritual, por tener precisamente, actividades de agricultura y
ganadería, ya que se veían obligados de tocar animales muertos sin sacrificar y
a tener contacto con animales prohibidos por la Ley. Sin embargo, el
centro de la vida judía en las poblaciones galileas, como Nazaret y Cafarnaúm,
era la sinagoga. Ella era el lugar de reunión de las comunidades para la
lectura de la Ley,
la instrucción y la oración. Cerca de la sinagoga podía haber un baño ritual y
pilas destinadas a las abluciones previas a la oración. La autoridad de la
comunidad y de la sinagoga era el consejo de ancianos, según se desprende de
Lucas 7, 3, en la petición a Jesús en la curación del siervo del centurión. Los
jefes de la sinagoga decidían quién dirigiría la oración, y quién dirigiría la
predicación. La liturgia comenzaba con las oraciones del Shemá (escucha Israel) y las Dieciocho bendiciones (oraciones
diarias obligatorias para todo judío), se leía un fragmento del Pentateuco y
otro de los Profetas, todo en hebreo, que era la lengua litúrgica, y después se
traducía lo que se había leído al arameo, y se hacía la predicación; y si había
un sacerdote, cosa rara en Galilea, se terminaba con una bendición final.
Para todo judío el centro estaba en Jerusalén, porque ahí estaba el
templo. Los galileos expresaban su devoción por el templo mediante peregrinajes
a Jerusalén, en las grandes fiestas, sobre todo Pascua y Tabernáculos (Lc. 2,
41-52). Además los judíos-galileos pagaban el tributo anual al templo, como
todos los judíos.
La Ley y el templo
de Jerusalén, eran los dos pilares fundamentales de la religión
judía. La tercera base del judío eran la tierra y la familia. La familia era
donde se transmitía la religión de Abraham y de Moisés. En el núcleo familiar
se aprendía la Ley,
y en la familia se celebraba la fiesta semanal, que era el día sábado, día en
que se recordaba la salida de Egipto. La tierra, por otra parte, era el bien
precioso que Dios les había dado, según la enseñanza en el libro de Éxodo 3, 8, a través de Moisés. La
tierra era propiedad divina, y sus invasores (los romanos) profanaban el nombre
del Dios de Israel. Los galileos vivían con fuerza la protesta interior por la
ocupación de una tierra que pertenecía a Dios y a su pueblo. En todas las
manifestaciones judías respecto a la desobediencia a los invasores romanos había
gran participación de judíos-galileos, al punto de considerar que los galileos
eran los más nacionalistas de todos los judíos. Es famoso, entre tantos, Judas
el galileo (o Judas Macabeo), del grupo del sacerdote Matatías, en el año 164
antes de Cristo. La lucha era contra la helenización del judaísmo, primero, y
después, contra la dominación romana. Se añaden a ese grupo los asiduos o
“piadosos” (jasidim) (según el primer libro de los Macabeos, 2, 42), aunque
después se separaran por distintas motivaciones. En esa compleja realidad nacen
los tres grandes grupos judíos que existían en los tiempos de Jesús: los
saduceos, los fariseos y los esenios. Estos tres grandes grupos tenían sus
propias interpretaciones y aplicaciónes de la Ley. Los fariseos
afirmaban que “algunos acontecimientos son obra del destino (la providencia
divina), pero no todos; mientras que otros acontecimientos, sucedan como
sucedan, dependen de nosotros”. Los saduceos defendían que somos responsables
de nuestro propio bien, y que sufrimos la desgracia como consecuencia de
nuestra falta de reflexión. Los esenios subrayaban “que no pasa nada entre los
hombres que no sea conforme al decreto divino”. Los fariseos y los saduceos
tenían sus aspiraciones políticas y de poder, y alternaban, aún en pugna, por
ejercer los grandes cargos, como el de sumo sacerdote. Los saduceos eran
apegados a la Ley,
especialmente al Pentateuco. Los fariseos eran más abiertos en cuanto a la
interpretación y aplicación de la
Ley, y a pesar de adaptarse más a los problemas diarios,
acumulaban preceptos y reglamentaciones. Mientras que los esenios eran más
elitistas y más radicales, al punto de retirarse al desierto, como al Qumrán.
En este ambiente nace Jesús, hijo de María y de José, de la tribu de
David.