viernes, 8 de abril de 2016

Prólogo del autor... (El Cristo que he buscado)...

Prólogo del autor


En el rito de la ordenación sacerdotal, el Obispo dice a los nuevos sacerdotes:

Por eso, vosotros, queridos hijos, que ahora seréis consagrados presbíteros, debéis cumplir el ministerio de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Anunciad a todos los hombres la palabra de Dios que vosotros mismos habéis recibido con alegría. Meditad la ley del Señor, creed lo que leéis, enseñad lo que creéis y practicad lo que enseñáis. Que vuestra doctrina sea un alimento sustancioso para el pueblo de Dios; que la fragancia espiritual de vuestra vida sea motivo de regocijo para todos los cristianos, a fin de que con la palabra y el ejemplo construyáis ese edificio viviente que es la Iglesia de Dios” (Ritual de la Ordenación de Presbíteros, en Ritual de los Sacramentos).

Es una tarea y una invitación de estar siempre aprendiendo de la Palabra de Dios. Se trata de una constante búsqueda, que no acaba con la formación en el Seminario, ni con la imposición de las manos del Obispo. Igualmente, se trata de escudriñar la Palabra de Dios, que es alimento, primero para el que tiene la grande responsabilidad de hacer que su comunidad, a la que haya sido encomendado, se enamore de esa misma Palabra, que es una fuente inagotable; y después, para despertar en esa misma comunidad una sed de búsqueda y de encuentro.
Ese compromiso lleva a una constante relectura de la Palabra para aplicarla a las distintas circunstancias de la vida, pues cada vez el mismo relato bíblico, sobre todo los evangelios, nos dice cosas nuevas no descubiertas en la lectura anterior, por la sencilla razón del cambio de las circunstancias y momentos concretos de nuestras vidas. Como todo cambia, y nunca el agua del mismo río es la misma, a pesar de ser siempre el mismo río con su cauce; de la misma manera, todo cambia de un momento a otro, y de un instante al siguiente; y nunca el mismo texto nos dice siempre lo mismo en la novedad del encuentro y hallazgo en eterno ciclo, sino que cada vez nos lleva a re-descubrir cosas nuevas, para dar sentido a esa misma Palabra y a ese mismo momento distinto de otro. Esta verdad vivida y aplicada nos lleva siempre a estar enamorados de la Palabra de Dios y de su maravilloso misterio. Al fin y al cabo es lo que se señala en la primera lectura del domingo XV del tiempo ordinario, ciclo A, cuando el profeta Isaías dice, que ― como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié (Is. 55, 10-11). Algún fruto y cambio produce su palabra. Eso mismo nos lleva a un maravilloso cambio y transformación; de manera, que se podría decir que no somos el mismo de ayer, porque acumulamos experiencia y saber que nos transforma. Y en esa transformación tiene un papel muy importante la Palabra de Dios, que precisamente por ser escuchada y repetida, nos lleva a nuevos encuentros interiores y a mayores profundizaciones, para ir sensibilizándonos en las cosas del espíritu.
Hace ya 25 años de mi ordenación sacerdotal, y en la celebración de las Bodas de Plata sacerdotales (el 13 de septiembre de 2011), es oportuno mirar atrás con sentido de historia enriquecida, y comprender el hoy continuado, con esperanzas del mañana en continuidad en la fidelidad. Las cosas en algo han cambiado. No solamente los años y sus acumulaciones. Pues, ayer nos iluminaba de una manera el Evangelio; y hoy nos ilumina de la misma manera, pero con nuevas insinuaciones en progreso. Ayer el Espíritu nos insinuaba lo que hoy se comprende de una manera más clara, siempre en conexión y en la misma línea de comprensión.
En ese sentido, este libro pretende recoger, a grandes rasgos, esa maravillosa experiencia de la búsqueda y del encuentro, de ayer en conexión con el eterno presente de la historia que nos lleva a cambios interiores, desde la experiencia de la insinuación e intuición, y que, igualmente, nos lleva a redescubrir la fascinación y el encanto del inicio, mantenido a través de los años, en la fidelidad, con sus vaivenes de la historia como es lógico de cada circunstancia temporal. Este libro, igualmente, es un pequeño tratado de Cristología, desde la experiencia personal, como siempre ha sido toda cristología posible, como son prueba de ellos los mismos Evangelios en su manera individual y en su conjunto. Porque cada respuesta a la pregunta de Cristo de “¿Quién dice la gente que soy yo?” (cfr. Lc. 9-18-21), exige una respuesta, igualmente, individual. Pues puede responderse que tal vez sea un profeta más, o puede repetirse la respuesta del colectivo, como respondieron los mismos apóstoles, con la experiencia de un tercero al decir que ― algunos dicen… Pero la respuesta es individual y personal, como señala el mismo evangelista en la insistencia de Jesús, al reiterar y precisar que era para ellos la pregunta: "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?". Y después de la respuesta de Pedro, de inmediato, aparece el tema de que tiene que padecer mucho y ser entregado… y morir… (cfr. Lc. 9, 22; Mt. 16,21; Mc. 8,31). Porque la respuesta de Pedro, como elaboración comprendida por el pueblo como su autor originario (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret), no olvida que esa respuesta implica la cruz donde Jesús tiene que colgar para la Salvación. Es una respuesta personalizada, y, por consiguiente, única, como única es la persona que tiene el encuentro con esa experiencia del Cristo-Jesús. Pero necesita, igualmente, la dependencia de la experiencia de la comunidad (la Ekklesia) que relee y reinterpreta en constante enriquecimiento las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret, en clave de la dimensión de la fe. Sin dejar de lado la historia real (Factum historicum) en la experiencia del Encarnado (et incarnatus est), pues con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.

Este libro está totalmente apegado al Magisterio de la Iglesia, y no se separa para nada de él. Anima mucho los aportes que hace Joseph Ratzinger (habla como teólogo y no como la voz del Magisterio de la Iglesia, como el Papa (cfr. libro ya citado, p. 20) en su obra Jesús de Nazaret (tomo I y tomo II) en este recorrido personal, que es de por sí un granito en la comprensión de la Cristología de la Iglesia de todos los tiempos. Este libro debe verse como un acercamiento a la comprensión en la respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús ("Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?"), con la diferencia de los tiempos y la distancias históricas de los acontecimientos. Pero con la marcada insistencia de ser una y única y personal la respuesta, porque es de un tú a tú de un diálogo cara a cara con el Señor, que es el Mesías, que vivió y vive, ayer, hoy y siempre. Es, entonces, en donde este libro hace un aporte y una posible ayuda para el lector, en esa su misma respuesta individualizada y personalizada al mismo que le está preguntando lo mismo que siempre ha preguntado a los hombres y mujeres de todos los tiempos. De ahí la vigencia de Cristo, en la igual experiencia del tú a tú, del que pregunta y del que responde en estrecha conexión de diálogo; pero con la consecuente lógica de morir en la cruz, si la respuesta es la verdadera, como lo fuera entonces la de Pedro, con su inquebrantable alabanza por parte de Jesús (cfr. Mt. 16, 17); pero con su respectiva refriega y llamada de atención de Jesús al mismo Pedro, ante la no comprensión de que la meta era la cruz, cuando Pedro se lo lleva aparte para ― reprenderlo y convencerlo de que nada de Cruz, ni muchos menos Jerusalén (cfr. Mc. 8, 31). Y de inmediato la condición para seguirlo: ― el que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día, y sígame (cfr. Lc. 9, 23-28). 

Pregunta Cristológica de todos los tiempos... (El Cristo que he buscado)...

Pregunta Cristológica de todos los tiempos



Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado". "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro, tomando la palabra, respondió: "Tú eres el Mesías de Dios". (Lc. 9-18-21).


--   Pregunta cristológica:
“¿Quién dice la gente que soy yo?...

-- Respuesta cristológica:
"Tú eres el Mesías de Dios"
(respuesta de Pedro, en la autoría del “pueblo de Dios” como su autor originario…)

 (Respecto a la autoría de los Evangelios, como el pueblo de Dios, enriquecido en el aporte de la comunidad, y no un autor o persona en específico, a pesar de atribuirse a alguien en concreto, véase Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, Primera parte, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Editorial Planeta Colombiana, S. A., 2007, pp. 17-18).

El profesor y su método de enseñanza.. (El Cristo que he buscado)...

El profesor y su método de enseñanza



En el seminario, en las clases propiamente de teología, teníamos un profesor con su propia manera de dar las clases, que lo hacían un tanto original respecto al resto de los profesores. De esos profesores que hacen que los alumnos se enamoren de las materias que imparten. El resto, a excepción de uno que iba de otra ciudad por períodos de dos o tres meses a dar una materia de manera intensiva, entonces, no se recibía otra clase que la que éste impartía, el resto, no era más que tachados a la antigua; al extremo de algunos llegar a ser literalmente “caletreros”(al caletre); es decir, había que escribir a la hora de los exámenes hasta las comas y los puntos que aparecían en el texto de estudio; y estos eran la mayoría, y había que adaptarse a sus métodos anti-todo, y entonces en ser ellos “caletreros” hacían que los estudiantes nos convirtiéramos en “caleteros” (los que cargan los bultos en los mercados públicos), porque había que cargar con esa metodología que a todos daba fastidio, pero que había que cargar, porque no había de otra, sobre todo porque todavía se creía que inteligente era igual a memoria. Los tiempos estaban cambiando y gracias a los aportes de la psicología, también los conceptos como el de inteligente (cfr. Daniel Goleman, La inteligencia emocional, por qué es más importante que el cociente intelectual, Javier Vergara Editor, Bogotá, 1996).
Pero había excepciones. Gracias a Dios; y buenas excepciones. Por lo menos para hacer que el estudio fuese complicado y se convirtiera en retos y metas por alcanzar.
Este profesor era especialista en Sagradas Escrituras. Sus materias eran sobre los Evangelios, especialmente sobre el Evangelio de San Juan. Su método muy ágil y suelto. Llegaba y empezaba su disertación sobre los temas en cuestión. Cada alumno tomaba las notas y las ideas que le iban llamando la atención en la novedad de la frescura de lo nuevo, y después las complementaba con la lectura en los tiempos determinados en el horario para estudiar, ya yendo a la biblioteca, o ya disponiendo del material personal o de algún otro compañero, dependiendo, por supuesto de los gustos y tendencias individuales de cada alumno en esta o en cualquier otra materia. Era una fiesta de ideas nuevas las que aquel profesor arrojaba sobre el grupo de estudiantes de teología del Seminario Mayor. De entre el grupo, había un grupito de cinco alumnos que marcaba pautas, tanto en el rendimiento como en lo inquietos en querer más del aprendizaje; y en cierta manera, en exigir más de los profesores. Este grupito era un reto para muchos de los profesores, sobre todo para aquellos que se interesaban por la investigación, pues los obligaba por sobrevivencia académica, a estar leyendo y estudiando al mismo tiempo, para hacer frente a tan grande responsabilidad; mientras que para los “otros profesores”, ese grupito no era más que un grupito de “revoltosos” y algo así como “agua-fiestas” que buscaba dar la lata y fastidiar; más teniendo en cuenta que por esos tiempos estaba muy en boga lo de la “teología de la liberación”, y esas tendencias a muchos metía miedo y asustaba. Y no podía evitarse que este grupito de cinco fuese tildado de estar influenciado de esas tendencias, aunque no podía dejarse de negar que en algo fuera verdad. Pero muy lejos de la realidad. Pero ese miedo y susto lo sufrían los profesores que se limitaban a no producir ni en el más mínimo. Y, en cierta manera, ellos tampoco tenían la culpa, ya que tal como habían salido como estudiantes de teología del mismo y en el mismo Seminario Mayor, sin otra disposición que sus buenas voluntades, a veces distintas de sus capacidades y tendencias naturales, eran asignados como profesores de inmediato de sus antiguos compañeros de teología, de los que apenas habían dejado el semestre o año anterior, en el ciclo rotativo de los cuatro años de teología; pues al ser menos de cuarenta alumnos en total en teología, igual veían la misma materia uno del cuarto año como uno del primero, en la misma aula, tiempo, lugar y espacio, con tiempos históricos y biológicos distintos entre todos, pues había diferencias de edades hasta de 5 o 10 años, al ser rotativo el ciclo de los 4 años de la teología. Tampoco el sistema tenía la culpa, tal vez la vaca, porque eran las circunstancias y tenían que “arroparse hasta donde les llegara la cobija”; y la cobija daba hasta donde daba, teniendo sus consecuencias en la preparación de todos. Esa realidad tenía que llevar a unos, a los más inquietos, a ser buscadores con sus propios métodos para poder tener algún buen piso que les sustentara su sed de más, haciendo con ello la diferencia, para resaltarlos o apartarlos del resto. Cosa que era y es inevitable. Con sus resultados y consecuencias, ya que algunos pasaban a ser vistos como “los cabezas-calientes”, que no lo eran, aunque según las circunstancias, no podía ser otra la clasificación. Y cargar con ese cliché era llevar una carga pesada, doblemente pesada, tal vez.
La excepción del profesor que tenemos señalado estaba en que, entre otras cosas, le tenía sin cuidado (aparentemente, por supuesto) el que el alumno tomara o no notas de sus clases. Ni siquiera las dictaba. Era responsabilidad de cada alumno asumir su rol de alumno y de estudiante. Él, como profesor, asumía el suyo. Y muy bonito que lo asumía, al punto de hacer que muchos de sus alumnos se enamoraran de sus materias y se interesaran por ellas. Él llegaba a su clase. Empezaba el tema y lo terminaba con una soltura y dominio naturales. Citaba algunos autores, sobre los que se afianzaba y apoyaba para los temas en concreto. Cada alumno tomaba notas, y tenía que tomarlas, porque era una clase para gente universitaria. Ningún alumno se molestaba en preguntar o en pedir que repitiera lo que acababa de decir, porque no cabía la posibilidad, ya que cada cual tenía que estar en lo que estaba, en su clase. Y no se podía perder detalles. Había que estar muy atento. Eso no significaba que el profesor se negara a responder alguna que otra inquietud o planteamiento momentáneo surgido en el tema que se estuviese tratando. A veces se generaban unos diálogos de altura, lo que indicaba que el que preguntaba o intervenía había leído, o estaba en ese proceso de investigación de la temática de la materia, cosa que le servía al mismo profesor como indicativo de que no estaba arando en vano, sino que eran fructíferos su método y forma. De hecho, no se podía llegar a la siguiente clase suya, o al día siguiente, o en el día que correspondía, sin haber leído sobre el o los temas que se estaban disertando en el aula. Aquello hacía que la clase se hiciese fascinante. Y lo era.
Otra manera suya, era la hora del examen, cuando el examen era escrito directamente en la misma aula de clase. Las preguntas o quids daban para la apertura. El que había leído y había seguido su método se daba gusto porque a la hora de escribir en la hoja de examen las ideas recibidas y recicladas, según las propias capacidades individuales, se le convertía en una muy bonita experiencia intelectual, en donde parecía un diálogo de entre iguales. Daba gusto dar un examen con este profesor. Los que estaban acostumbrados al “caletre”, pasaban trabajo, porque se trataba de un ejercicio no de la memoria, sino de pensamiento, para lo que es indispensable la lectura y el estudio constante y sin tregua. Los inquietos intelectualmente disfrutaban de aquella fiesta y hermosura del aprendizaje y de la enseñanza. Valía la pena, entonces, ser estudiante, justo en ese momento, porque tenía sus recompensas inmediatas, con todas las fatigas y sacrificios que conllevaran.
La otra forma de evaluar que tenía, era que asignaba trabajos escritos. Los asignaba o en la segunda o tercera clase, cuando era un solo trabajo como evaluación, porque a veces colocaba varios trabajos consecutivos y escalonados, según él mismo iba viendo la evolución de su objetivo académico. Eso daba tiempo para que el alumno se fuera documentando bibliográficamente durante el transcurso de la materia, sobre todo, que se le fueran aclarando las ideas mientras duraba todo el semestre, ya con la ayuda de la lectura de los libros que pudiese tener a la mano, o que hubiese a disposición en la biblioteca, o que el mismo profesor le diese prestado para salir, más o menos, bien parado en esa aventura de la investigación comprendida y asimilada, que era lo que primaba, o ya que se le fueran aclarando las ideas con las clases mismas. Lo que significaba que tenía que estar al día con la lectura y con la clase. Los trabajos que mandaba a realizar eran trabajos individualizados y personalizados, de acuerdo con las tendencias e inclinaciones que el profesor veía que tenía cada alumno. Y ahí era justo. Porque no a todos les exigía de igual manera, sino de acuerdo con sus posibilidades, a cada cual le pedía y le exigía lo que cada cual podía dar. No en vano, este profesor pertenecía a una congregación de religiosos, especialistas en formación de seminarios, y por lo visto, hacía uso de ese conocimiento para saber quién podía qué y de qué forma a nivel de resultados intelectuales. Era respetuoso hasta en eso. Eso hacía otra diferencia marcada y radical.
En una de esas ocasiones, de acuerdo con las individualidades y características de cada alumno, a mi me asignó un trabajo sobre el estudio de los fariseos, en uno de los Evangelios. Iba nombrando al alumno e iba diciendo el tema que le correspondería estudiar. Mi tema era el estudio sobre los fariseos, más en concreto, los fariseos según el Evangelio de San Juan, porque la materia que se estaba estudiando era un tema concreto del Evangelio de San Juan. Y, así a cada cual le tocó su tema. El plazo para ese trabajo era de 15 días. Eso era una muestra de que teníamos que estar sobre la marcha en su materia. “O se corría, o se encaramaba”, y a esas alturas o ya se estaba encaramado, o ya se estaba corriendo…
Cumplido el lapso de tiempo cada alumno hacía entrega de su trabajo escrito a máquina y en papel tamaño carta, lo que significaba que había que saber teclear una máquina de escribir de uso en ese tiempo. Había un límite de páginas, no más de 7, si fuera menos, mejor. Él decía que el que comprende y entiende logra en pocas hojas decir lo que quiere decir. Y lo aplicaba rigurosamente.
Cada alumno hizo entrega de su trabajo en el tiempo correspondiente. Con él no había después. Era para cuando era. A la semana había que esperar los resultados en la calificación, con las respectivas anotaciones y observaciones que colocaba al pie o al final de cada trabajo. Yo me había dedicado con ahínco al tema y lo había disfrutado, con las respectivas limitaciones, por supuesto.
Mayor fue la sorpresa cuando el trabajo de más alta puntuación en esa oportunidad había resultado el mío. Todos, como sucede en esos casos, comienzan a decir y a echar broma en juego, algunas buenas, otras no tanto, pero de estímulo. En la observación había una nota de felicitación por el método y metodología usados en la investigación. Eso me crecía. El método había sido ir directamente a la fuente que era el mismo Evangelio de San Juan, y desde él, tomando y apuntando las características que el mismo evangelista iba dando de los fariseos. Había sido una lectura directa del texto, sin influencias de ningún autor. Eso le había gustado, por lo visto, al profesor.
Ese mismo día, una vez entregados de vuelta los trabajos a cada alumno, el profesor asignó otro trabajo, con las mismas características que ya tenemos dichas que aplicaba el profesor. De acuerdo con cada uno en particular. Y el tema que me asignó fue: “Las palabras de Jesús en los Evangelios”. El plazo era mayor. Un mes para ello. No había tiempo que perder.
Entregamos cada uno, en el tiempo fijado, lo que cada cual había trabajado.
Mayor fue la sorpresa cuando a la hora de la calificación, uno de los peores en puntuación, era justamente el mío. Había una nota de observación: “no investigó y no se utilizó bibliografía suficiente… el trabajo no cubre las expectativas…” El trabajo ni siquiera llegaba a la frontera del 10 sobre 20 que era la escala de la puntuación. O sea…
Sin duda que el método determinaba los resultados. Se había tratado de haber aplicado método de estudio distinto, por consiguiente, con resultados distintos. Había que utilizar fuentes bibliográficas con fuerte asentamiento histórico y exegético, y no tenía esas bases fundamentales. “No había dado pie con bola…” El método había sido el mismo que había aplicado para el trabajo anterior. En eso había estado la falta científica y seria del trabajo, porque, ahora tenía que aplicar metodología distinta y rigurosa, lo que llevaría y supondría leer mucho sobre los parámetros que hay que tener para saber diferenciar y precisar los elementos precisos que indiquen las características de las posibles palabra de Jesús en los Evangelios, porque no todo lo que aparece en ellos, atribuidos a Jesús es propiamente suyo (los famosos logion), sino elaboración cristológica (desde la fe) de cada evangelista. Sin afirmar, por otra parte, que todo pudiera ser invención. Esa es la línea altamente candente y realmente delicada por ser límite de errores, y de los que han sido necesarios juntar los métodos científico-intelectuales del estudio de la persona de Jesús y su mensaje.
Pero como su método y metodología consistía en crear y generar interés por sus materias, el tema lo he seguido estudiando, porque, con las limitaciones individuales se trata de saber cuáles fueron, en definitiva, las “palabras dichas por Jesús que aparecen en los Evangelios”. Y, con ello, establecer un acercamiento al Jesús histórico, a de la historia, al de los Evangelios, que tanto fascina y enamora.

Y que aquí continúa… porque ha quedado la inquietud y el efecto duradero de su enseñanza y metodología.

El otro profesor... (El Cristo que he buscado)...

El otro profesor


No es suficiente tener buena voluntad para querer ser profesor. Hay que reunir los requisitos mínimos para en verdad serlo. Para empezar hay que tener los conocimientos, además de la buena voluntad de querer impartir tal o cual enseñanza. Pero para dar hay que recibir y tener material que dar, lo que significa que hay que especializarse en lo que se quiera transmitir. Un verdadero profesor no se improvisa. Al contrario, se prepara y se madura en su respectivo tiempo de preparación, para lo que se requiere tiempo. Todos hemos tenido esa experiencia de profesores en su verdadero sentido, y otros, que hace la confirmación de la regla, como se dijo.
El otro profesor, y que reunía todos los elementos, también era especialista en Sagradas Escrituras. Iba de otra ciudad, donde enseñaba. Como no podía permanecer como profesor ordinario del Seminario compartía su tiempo de académico de manera intensiva, por unos dos meses con nosotros, sus otros alumnos de teología, y, entonces, no era otra la materia o curso que se veía en ese espacio de tiempo. Un mes antes mandaba la lista de la bibliografía que había que consultar, y teníamos que hacer el trabajo de lectura y de consulta antes de que llegara a las aulas. De manera que cuando venía ya había terreno abonado al respecto.
Su metodología en el aula consistía en la búsqueda por medio de la relación. Tampoco se trataba de ejercitar la memoria, sino de practicar el método de la relación, para lo que era necesario tener y poseer la Biblia correspondiente de estudio que diera las pautas para un estudio con bases serias de investigación. Esta edición tenía que ser la Biblia de Jerusalén que era la que mejor prestaba esas características para la investigación. Y eso porque la misma Biblia, como fruto de un trabajo conjunto de grandes biblistas y exégetas, recogía los últimos aportes de los estudios de los mejores y actualizadas investigaciones, desde la arqueología y los grandes adelantos y comprensiones lingüísticas de los tiempos de cada libro en concreto. Se estaba avanzando mucho en ese sentido, y los exégetas cada vez hacían grandes adelantos comprensivos, sobre todo, porque se estaba aplicando el método alemán de estudio de investigación llamado “Sitz im Leben”, con el que se le estaba dando mucha importancia a la investigación histórica, para poder juntar teología y Biblia y llegar a una más aproximada comprensión de los textos sagrados, sobre todo de los Evangelios. Ello requería y requiere, como es lógico, un estudio de los tiempos históricos, tanto de la redacción de cada texto en concreto, como del contenido como tal del texto. Había que comprender y ubicarse en cada tiempo; es decir, en la historia y ubicación de la historia concreta del texto, por un lado, como del autor o autores del libro del Evangelio que se iba a estudiar. Y eso era lo que quería decir “Sitz im Leben”, como rigurosidad científica, y como aplicación seria de todo intento de comprensión. Había y hay que ubicarse en “el lugar, tiempo y espacio”, de cada texto para comprender su riqueza.
La Biblia Latinoamericana era una muestra de esos grandes adelantos, porque se trataba también de “ver, juzgar y actuar”, y de aplicar a tiempos actuales, distintos de los de la antigüedad, cuando los textos habían sido escritos, pero con la constante y permanente vigencia de la Palabra de Dios, actual para todos los tiempos. De hecho, este profesor que iba de otra ciudad, había tenido el encargo de hacer una traducción y una aplicación actualizada de la carta a los Romanos, precisamente para esa edición de la Biblia Latinoamericana de entonces, que había tenido sus grandes aciertos, pero que había traído sus grandes inconvenientes, pues no se podía aplicar un determinado término o uso para todos los países de manera generalizada, ya que en cada uno en particular esa expresión podría significar otra cosa o realidad; lo que llevaba a divergencias, como había sucedido con una palabra que este profesor y su equipo de trabajo (que por lo general eran alumnos suyos) en esa adaptación de la carta a los Romanos. Eso implicaba hacer no una Biblia Latinoamericana, muy justo y válido en su intención, sino una Biblia para cada país (los obispos argentinos hacían una nota editorial a esa edición de la Biblia); y, aún más, una Biblia para cada región de cada país, por tener variedad de palabras y significados, una región distinta de otra. Más que necesario y trabajosa esa empresa.
Se estaba en un momento histórico de transición, sobre todo para América Latina. Los obispos latinoamericanos ya habían convocado y comprendido tres grandes movimientos en su necesidad de aplicar las directrices del Concilio Vaticano II, en las novedosas conferencias de Río de Janeiro, Medellín, y Puebla; con gran impacto social y de necesidad de cambio de la conferencia de Puebla, de la que se hacían talleres de estudio para aplicar el triple método del “ver, juzgar y actuar” que se propugnaba en el Documento de mismo nombre. Algunos veían en la aplicación de ese novedoso y necesario método una gran relación y conexión con la Teología de la Liberación, sobre todo con el texto de Gustavo Gutiérrez, en la que se rasgaba el velo de la realidad social latinoamericana para gritar a voces de revolucionario (no siendo el único, por supuesto) que América Latina era distinta a la Europa cristianizada, y que era necesario comprender las diferencias de continente a continente; se llegaba a la cruel división de varios mundos, el primero, representado en la Europa industrializada y en los de gran crecimiento económico y social; y no había segundos mundos, sino, de un solo salto, se pasaba al tercer mundo, de los que eran América Latina, y el África. Se gritaba las diferencias y se exigía que el cristianismo no era una europeización de Latinoamérica, como había sucedido, sino de “ver” la realidad de pobreza, fruto de la gran injusticia social, y que el documento de Puebla llamaba como “pecado social” y estructura latinoamericana, como estructura de pecado; de “juzgar” con los criterios del Evangelio, que habría de ser liberador (de allí, la teología que se hacía llamar de la liberación), para “actuar” y generar el cambio que la sociedad requería, porque el Evangelio y su práctica radical exigía un cambio del rumbo de la historia con el gran compromiso y la famosa opción por los pobres. Esto se cantaba, se rezaba, se proclamaba, se hacía bandera de acción, se hacía lema y meta pastoral, ya fuera del ámbito eclesial, como dentro de él; y se llevaba, inevitablemente, a la frontera de las posturas como clichés que distanciaban o acercaban, para marcar o desmarcar a los posibles peligrosos de los que se resguardaban en la firmeza de la seguridad de una verdad social que a todas-todas estaba en ebullición e inevitable evolución.
A nivel de algunos de la jerarquía de la Iglesia esta realidad daba algo de incomodidad. Se dejaba atrás el sonido solemne y majestuoso del órgano de tubo que le daban a las ceremonias litúrgicas una solemnidad y recogimiento sobrecogedores, y se pasaba al uso y sonido de las temidas y escandalosas cuerdas de la guitarra para amenizar los encuentros eucarísticos, al punto de algunos llegar a considerar que la guitarra era profana y demasiado mundano; y al extremo de componer canciones con un alto grado de compromiso social, por lo menos en las letras, aunque no fuese en el compromiso propiamente dicho; y se llegaba, igualmente, a considerar grandes divisiones hasta en la manera del formulario de celebrar la misa, en donde “el vosotros” de la liturgia era cambiado por “el ustedes”; y el uso de uno o de otro, hacía crear grandes tensiones generando recelos y desconfianzas, como si se tratara esas diferencias de fidelidad al hecho del misterio mismo de la Salvación. Hasta se había hecho toda una “misa latinoamericana” o “misa campesina”, como se le llamaba por entonces, con su famosa canción de “el credo latinoamericano” (Creo en voz, constructor del pensamiento; de la música y el viento, de la paz y del amor; Creo en vos, Arquitecto, Ingeniero, Artesano, Carpintero...), sin dejar de lado los otros cantos litúrgicos, como el mismo Señor ten piedad, etc.
En ese ambiente sociológico e histórico se desarrollaban las clases de este otro profesor, que con su metodología le hacía llevarse el tristemente calificativo de entonces de ser de la teología de la liberación. Esa clasificación era una tortura que tenía sus consecuencias inmediatas. Pero nada más alejado de la verdad del Evangelio que esa situación vivida por entonces, y en la que como víctima de tal circunstancia histórica, también un pensador de esa teología, Leonardo Boff, proponía un mayor acercamiento al Evangelio de Jesús, lo que implicaba un acercamiento verdadero al Jesús de la historia, y como consecuencia natural, una Iglesia carismática según la diversidad de los dones que el Espíritu concedía y creaba en cada comunidad eclesial, y no tanto una Iglesia-poder, por ser ésta ya anacrónica y desfasada, y muy lejana, incluso del pensamiento paulino, según la carta a los Corintios (12, 12-14.27-31). Por supuesto, que esta manera de presentación le hacían al pensador brasileño vivir una realidad de sufrimiento particular porque, igualmente, tenía que dar razón de su pensamiento en las altas esferas de la defensa del pensamiento de los dogmas y fe de la Iglesia, e, igual, sufrir una tipificación clasista, como resultado de lo novedoso, aparentemente, de sus ideas, siendo victima incluso de una injusticia mayor en una flagrante falta a la caridad que él mismo denuncia en el trato interno de algunos defensores a ultranzas de las ideas sobre el valor máximo de la persona, que es lo que debe prevalecer, por sobre todas las cosas, y no lo contrario. Algunos obispos, a nivel de América Latina eran insignias de esta opción, como el famoso Helder Câmara, en Brasil, en las famosas “favelas” o barrios del Brasil. De hecho, la edición de la Biblia Latinoamericana en su interior tenía una foto de este obispo, como el prototipo y modelo de la opción por los pobres, porque hasta la misma Biblia Latinoamericana era vista como una obra de la teología de la Liberación. A nivel interno de Venezuela, algunos obispos se habían pronunciado y tomado partido en algunas oportunidades, siendo la más sonada la que hacía monseñor Constantino Maradei, en su libro “Justicia para mi pueblo”, en el que cuestionaba un poco algunas posiciones por entonces altamente provocativas, por lo menos a nivel de escritura y libros, porque a nivel práctico el Obispo, por ese entonces de Cumaná, también era conocido por ser “boca floja”, como decían. Esos pronunciamientos llevaban a sufrir las consecuencias inmediatas de una clasificación, y de una marca que los hacían ver como peligrosos y de tendencias marxistas. Épocas ya superadas… eso pareciera…
La metodología de este nuevo profesor consistía en ir a la fuente, que como ya se dijo, que era el texto de la traducción al español del famoso resultado de la Biblia de Jerusalén, fruto de la convergencia científica y exegética actualizada.
Había que leer el texto en cuestión. En el caso de que fuese un texto concreto, como, por ejemplo “la expulsión de los mercaderes del templo”. Había que anotar los detalles que hubiesen llamado la atención, sobre todo los verbos que aparecían en el texto. Había que detenerse en los personajes del texto leído, y precisar qué cosa hacía quién, y en razón de qué, tal o cual personaje, hacía esto o aquello. Insistía mucho en que no había que preguntar si eso que se estaba contando en el texto había sucedido, sino qué podría significar en el pensamiento del autor eso que estaba ahí. Para ello había que tener en cuenta todo el conjunto de ese Evangelio en concreto, y sobre todo, conocer un poco del historial del autor o autores del libro. No se podía interpretar de inmediato el texto que se había entresacado para el estudio, sino que había que relacionar y comparar con muchos otros textos paralelos que aparecían en el mismo apartado, ya sea como nota a pie de página marcado con su respectivo número de capítulo y versículo, o por un asterisco que indicaba que se viera la nota; o, ya por las mismas citas de otros pasajes de la misma Biblia que aparecían en un costado inmediato, ya o a la izquierda o ya a la derecha del texto en cuestión.
Hacía que se leyera el texto en voz alta. Se anotaban las ideas que pudiesen determinar la búsqueda. Asignaba a varios alumnos que buscaran varias citas, que después se leían, igualmente, en voz alta, después de haber hecho insistencia en cualquier idea sobre la que se estaba trabajando del texto leído. Esas citas iban dando pistas e ideas que ayudaban a hacerse una idea mejor y más completa de lo que se estaba leyendo. A algunos nos brillaban los ojos de entusiasmo y otros se ponían más preguntones todavía. A tal o cual pregunta, el profesor indicaba que se viera la nota, o se consultara la cita que aparecía en la cita que se había consultado, porque se iba convirtiendo en un enlace sin fin, ya que de esa cita del versículo tal del capítulo tal del libro tal, se hacía referencia a otras y varias consultas que había que hacer; y esa cita de esa otra cita, y así sin parar porque ésta llevaba a otra, y esa otra a otra, hacían que el tablero de ideas se fuese ampliando en un como circulo de nunca acabar. Eso se llamaba “concordancias”. Ya había, por entonces, una especie de diccionario de concordancias, en donde se encontraban, si no todas, por lo menos muchas de las citas bíblicas que hablaban de la misma idea; como por ejemplo, la palabra “circuncisión”. Si se consultaban todas las referencias, ya se podía tener una idea más clara de lo que se trataba, de manera de práctica y realidad en el pueblo judío, que era, al fin y al cabo, de lo que se trataba de comprender, para poder, con ello, igualmente, sorprenderse del contexto en el Evangelio.
Eso, y mucho más, hacía que nos embelesáramos más de lo que ya pudiésemos haberlo estado hasta entonces como estudiantes y discípulos del Maestro de maestros; o sea, de Jesús. Daba hechizo y enamoramiento, sustentado en el conocimiento histórico de un pueblo y de un personaje, sobre el que giraba y gira todo el sentido de la vida, como misterio al que es posible acercarse, con todas las limitaciones individuales concretas, como es lógico.
Así, estos dos profesores ayudaban. Daban las herramientas al enseñarnos sus metodologías y formas. De eso se trataba. Por eso eran profesores. Por eso se aprendía con ellos. Nos permitían acercarnos-acercándonos.

Eso generaba ganas de saber y de comprobar. Y una fascinación especial para seguir estudiando al personaje que nunca dejará de ser objeto de estudio, de búsqueda y de encuentro, basado, precisamente en la importancia que tiene para el cristiano la riqueza del hallazgo personalizado del Jesús histórico, para hacer más creíble y bellamente formada la fe del que cree en Él, y ama y se aferra para mantenerse en la fidelidad de su mensaje, que es Salvación, ayer, hoy y siempre.

Al paso del tiempo... (El Cristo que he buscado)...

Al paso del tiempo



Los años van pasando. Cada cual iba asimilando lo que la vida les iba deparando, para bien y para mal pero en constante crecimiento. Algunos habían sido fieles a su constante búsqueda y hallazgo; otros, se habían conformado con lo mucho o poco que habían aprendido en el Seminario. No necesitaban más, porque sus campos de acción no les requería más de lo que ya tenían, ya en conocimiento, ya porque de nada sirve a la hora del té, como se dice, todo lo que se ha aprendido o se pueda aprender, porque no cuenta a la hora de ser multiplicadores del misterio al que se ha sido llamado, primero por Cristo, en el Espíritu Santo, y después, confirmado en la acción de la Iglesia al ser ordenado sacramentalmente como ministro ordinario del altar, en el que, al fin y al cabo, no se es más que instrumento. Todo lo demás, ya mucho o poco, no pasa de ser más que simple añadidura, que en nada cambia o transforma la esencia de ese llamado, que trasciende toda dimensión meramente humana; para mantenerla como es y ha sido siempre, un misterio del amor misericordioso por la humanidad, y que el mismo Papa Juan Pablo II resumía en su primera Encíclica Redemptor hominis, precisamente por esos mismos años (1979), resaltando la idea más grande de la confesión de fe de la Iglesia, recitada y proclamada constantemente en el credo dominical, y es “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado”. Por esos mismos tiempos aparecía el nuevo Misal (1988) en el que una de las plegarias eucarísticas resaltaba la idea teológica de que Cristo es al mismo tiempo, el sacerdote, la victima y el altar, para insistir en la idea de la instrumentalidad del ministro, por sobre todas las cosas; dando el énfasis en que Cristo es la Salvación, y ni siquiera la Iglesia la que salva, sino Cristo en la ofrenda cruenta del Viernes Santo, repetido en la historia de manera de sacramento como mandato y misión al repetir las mismas palabras y hechos del Jueves Santo, es la ofrenda perfecta al Padre, en función de la paz de la humanidad.
Todo a partir de ahí, no era y es más que añadidura. Bonito, bueno o útil, pero añadidura. Los títulos obtenidos, ya por esfuerzo y trabajo propios como en los estudios, ya por méritos de obediencia, o cualquier otro de estructuras, igualmente, eran añadiduras. Los cargos desempeñados en el árbol social de la organización eclesiástica, ya en la curia, como colaboradores inmediatos en las administraciones diocesanas, o ya representado en cierta forma algo del sabor del poder y haciendo uso de él, algunos en aras de un servicio fraterno sincero, u otros por el solo hecho del poder; también, igualmente, añadiduras. Algunos haciendo carrera en la escalera social eclesiástica; y otros, no aspirando a más que la realización de lo inmediato, sin más aspiraciones que sus realizaciones, pero con aspiraciones subyacentes de poder y su ejercicio; todo, igualmente, añadiduras. Así cada cual se iba desempeñando, entrando cada uno de acuerdo con sus circunstancias históricas concretas, en el vaivén de la historia que nos lleva a todos a la madurez de la vida, por el camino único de la vida como tal. Sin más añadidura ni adorno que siendo fieles a la historia de sus individualidades en caminos de más en la ruta del crecimiento personal. Porque se trata de que quien “quiera seguirme – según las palabras del Maestro – que cargue con su cruz de cada día y me siga”, dependiendo de los roles que cada uno estuviera desempeñando en esa fidelidad a la invitación y recordatorio de vida.
Todo nuevo, pero viejo al mismo tiempo. Haciendo cada uno sus propios hallazgos, lo que hacía como que fuera nuevo lo que ya era viejo de por sí, sin negar con ello la novedad en el encuentro que podría resultar sorpresivo, como tiene que serlo cuando se está en la apertura; y aún cuando no se lo esté, porque, de la misma manera va haciendo mella y su marca los fracasos, que son los que dejan su huella imborrable más profundo, muy distintos de los propios éxitos que a veces no llevan a la superficialidad y en ver que la vida como si fuera un chasquido de dedos que nos da todo con facilidad. Tal vez, por eso, es que son los momentos duros y adversos los que van puliendo y perfeccionando la persona.
            Algunos permanecieron fieles a la convocatoria inicial y de adolescente de la experiencia del tú a tú con Cristo en la respuesta continuada en el tiempo, sometidos a ese mismo vaivén de la historia. Otros, por el contrario, en esa misma búsqueda, por caminos distintos a los emprendidos y andados, redescubrieron caminos nuevos para darles sentidos a sus compromisos con ellos mismos, más no por ello, alejados del mismo Cristo que los llamaba e invitaba, conocedor de la fragilidad humana. Para, por eso mismo, resaltar las bondades y las riquezas de su infinito amor misericordioso, con el peso de las clasificaciones sociales que ello implicara e implica. Tal vez, más cerca todavía de lo que ya pudiese haberse estado del Cristo amigo y compañero fiel, re-descubierto con más ahínco y profundidad en sus soledades y encuentros personales, que habrían de ser siempre la experiencia de ayer, de esos momentos en concreto, y de siempre. Unos aquí y otros allá, pero cada uno en conexión íntima y estrecha con la experiencia existencial del asumir, del que Cristo es siempre su modelo y prototipo, aun cuando fuera distinto en el camino andado, porque se comprobaba que permanecía y permanece su experiencia de amor, por sobre todas las cosas, a pesar de las incomprensiones circunstanciales de los momentos históricos.
            Algunos fueron promovidos. Otros esperaban que los promovieran. Algunos desempeñaron cargos y oficios sin buscarlos. Otros los buscaban y no los conseguían, y en ese afán humano, se fueron perfilando los estilos y tendencias individuales para marcar cada uno su propio caminar, pero siempre bajo la misma inspiración del encuentro personal con el Cristo que los había llamado, para ser instrumentos, porque suya es la obra en el tiempo y en la historia en la acción del Espíritu, en la triple acción del único Dios verdadero y en función del único hombre, obra de sus manos y la máxima expresión de su obra creadora.
            Esta era y es la permanente. Lo era cuando cada uno había sentido las insinuaciones del espíritu en lo más delicado y profundo de sus seres, desde la infancia, raíz y fundamento de toda esa rica experiencia; lo era, cuando adolescentes y después jóvenes renunciaban con naturalidad y espontaneidad a lo que el futuro como persona humana les pudiese brindar en la experiencia de una familia; pero continuaban en la respuesta a la insinuación misteriosa del llamado; lo era cuando experimentaban las maravillas de las sorpresas del misterio celebrado con experiencia humilde de servicio, aún con el cansancio y fatiga de la actividad como tales, para comprobar cada vez más, que todo era y es un misterio, que los sobrepasa y les da razón al trajinar concreto y del desgaste de sus vidas; lo era, y es, para mantenerlos, ahora, en la experiencia acumulada de los años vividos, de los que las arrugas y las canas y el paso del tiempo eran la evidencia de su continua respuesta en la fidelidad, por sobre todas las limitaciones; porque estas estaban y son superadas, y no la clave del llamado, sino la realidad de ser instrumentos porque suya ha sido y será siempre la obra. Misterio que completa y explica sus vidas en ser convocados a perpetuar sus palabras y hechos, del mandato desde el mismo momento de la institución del misterio de la Iglesia, al “conmemorar todo en memoria suya”, porque era y es suya la obra.
            Ese es el Cristo que los movía, y mueve, a responder y a experimentar, al mismo tiempo. Ese es el Cristo que los movía a la búsqueda constante, y al encuentro, porque no era una búsqueda en el vacío, sino una búsqueda que ya era encuentro, pero que los llevaba a ese círculo sin fin de encontrar-buscando y de buscar-encontrando, para convertirlos en insaciables en la experiencia de la primera infancia, que los hacía estar siempre enamorados de la misma experiencia, que aparecía, se asomaba y se escondía en el coqueteo del amor encontrado. Eso es lo que explica justamente esas sus experiencias, y esas sus renuncias, que si no se ven desde la fe, no tienen sentido ni razón de ser. Pero su sentido y razón la dan el que los convocó y mantuvo, por sobre los pesares y vicisitudes de sus debilidades y limitaciones, para hacer inminente y real la misma experiencia de Juan el Bautista cuando de Jesús se refería al decir “no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”, o complementada con aquella firmeza en la incertidumbre confiada de Pedro, cuando dijera, después del cansancio de la faena cumplida de pescador, y no haber pescado nada, al refutarle, primero, pero a obedecer después, en “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes” (Lc. 5, 5). Precisamente, porque la obra es suya, y los llamados y convocados, con su cansancio y fatiga acumulada que no se puede obviar, no tienen otra que comprender que es así. De lo contrario, se abrogarían como suyo lo que no es sino en sacramento, representando y significando que no son ellos, así hubiesen de tener las mil y unas maravillas en cualidades personales y todas las bondades humanas posibles; sino, que son instrumentos pasajeros y circunstanciales, y eso permite comprender que no son ni magos, ni poseedores de dones que serían, sin esa realidad de la convocatoria, una extravagancia y un desviar la misión y el desempeño individual, para poder vencer la constante tentación de convertirse en protagonistas, robando el show y desviando la atención del centro, que es y ha de ser, en recordatorio, un misterio en clave siempre de llamado, invitación y fidelidad a esa constante en repetitiva. Ciertamente una tentación en el camino a la que los convocados están sujetos y sometidos, una y otra vez, y siempre.
            Cada uno avanzaba como evangelizado, primero, porque también es tocado por el Espíritu a la conversión y al crecimiento personal; y, segundo, como evangelizador en la fidelidad del llamado y del servicio en el sacrificio personal para hacer vigente la realidad del misterio, que no es suyo, sino en la relación de la convocatoria y respuesta humilde y confiada, sometidos y sumergidos en los pesares del vaivén de la historia.

            Así, cada cual avanzaba, aún en el estancamiento del cansancio, porque en clave de búsqueda y de apertura, todo conduce al crecimiento y a la amplitud del corazón; para experimentar que el amor es infinito, y su experiencia es inagotable en la novedad de la sorpresa del encuentro, para comprobar siempre que “Dios escribe recto con líneas torcidas”. Y volver siempre a sorprenderse del misterio del llamado y del acompañamiento silencioso del que lo ha convocado. Maravilloso y real en la sorpresa de la experiencia del encontrar-encontrando. Precisamente esa verdad lleva a desgastarse sin límites, ni condiciones de tiempo y espacio.

Las palabras y hechos de Jesús.. (El Cristo que he buscado)...

Las palabras y hechos de Jesús



El trabajo escrito que el primer profesor había asignado y que había dado los resultados inmediatos, que ya tenemos dicho, habían dejado su aguijón para hacer que con el tiempo, se volviera sobre esas ideas, ya no tanto, para cumplir un trabajo académico y de rutina, sino para satisfacer una necesidad de llenar lo que estaba pendiente en la experiencia del encuentro con el Jesús histórico. Se trataba de una empresa de gran envergadura y de importancia, pues se trataba de saber con exactitud, o por lo menos intentarlo, de saber con precisión cuáles habían y han sido las palabras de Jesús, y que aparecen en los Evangelios. Los peritos y expertos en esa materia llamaban esa colección de palabras de Jesús, “ipsissima verba Iesu”.
Todo estaba pendiente en esa precisión. El trabajo era más que importante y por de más de complicado. Un mes de estudio para los tiempos de Seminario Mayor, sin duda, que era muy poco. Además de no contar en ese tiempo de suficiente bibliografía, ni en la biblioteca del Seminario, ni a nivel personal; sin negar, por supuesto, que no se tenía la asesoría intelectual para marcar un método de estudio, ni las bases fundamentales de una solidez en los parámetros para seguir una investigación seria, como lo requería y requiere la materia en cuestión.
Se trataba, nada más y nada menos, de saber cuáles fueron las palabras de Jesús, con exactitud. Eso significaba colocar algunos puntos precisos para poder comenzar todo posible estudio, como el de distinguir lo que es elaboración del autor de cada Evangelio, y lo que es histórico en el caso de considerar los Evangelios como una biografía en el sentido histórico de Jesús. Ya comprender que esas dos verdades en los Evangelios eran una necesidad en un estudio histórico de cada libro, era ya saber mucho. Tal vez, como para escandalizarse; pero, era una precisión en las fronteras de saber los terrenos que se iban a pisar. Tarea nada fácil, y mucho en lo complicada.
Muchos autores ya habían indagado al respecto. Larga es la lista. Desde un Reimarus, pasando por un R. Bultman, hasta un Barth. Sólo digamos que se resumen en los varios intentos que se han hecho en esta materia. La Primera Investigación sobre el Jesús histórico, iniciada en 1777; después la Segunda investigación sobre Jesús, comenzada en el año 1953; y, la Tercera investigación sobre el Jesús histórico, iniciada, más o menos hacia el año 1989. Muchos elementos históricos han llevado a esos intentos de aproximación. En el primer caso, la imagen que se tenía, o que se pretendía tener, era la de un Jesús que buscaba liberarse de la opresión en claro enfrentamiento al sistema de burguesía, en el que Jesús, era visto de forma apocalíptica, representaba la instauración del Reino de Dios, lo que suponía una clara connotación social y política. En la segunda etapa, después de la Segunda Guerra Mundial, otros volvieron sobre la importancia y la necesidad de llegar al Jesús histórico, y aplicaron la metodología del estudio de las fuentes, para discernir lo que era elaboración teológica de cada evangelista, de lo que era históricamente comprobable, como dicho y hecho por Jesús. Se generó en esta segunda etapa una especie de optimismo liberal y de posiciones conservadoras respecto a los nuevos hallazgos, marcados y delineados por la metodología en la investigación. Era, por de más conocida, la aplicación de las dos fuentes: la fuente Q (o quelle) y la fuente de Marcos. Marcos era la más importante. De ese tiempo se debe la presentación de los Evangelios de forma comparada, gracias a J. Griesbach, quien fuera el primero en publicar los evangelios sinópticos en paralelo, facilitando el estudio de los Evangelios.
El problema o la motivación principal era poder precisar lo histórico por un lado, en el caso de Jesús, según los Evangelios, sobre todo del Evangelio de San Marcos, y por otro, la proclamación de la fe en Cristo. Precisar y diferenciar para poder llegar propiamente a la persona de Jesús, sin que tuviera nada que ver con la Iglesia o con dogmas. Esa era la meta. Se utilizó, entonces, el método de la “desemejanza” para buscar la manera de comparar con el judaísmo, por un lado, y el cristianismo primitivo, por el otro, y precisar sus respectivas influencias, para precisar que esas determinadas especificidades ya no eran de Jesús, sino elaboraciones de una u otra sociedad. De allí que se buscaba lo que fuese propiamente “jesusiano”; es decir, de Jesús y de su movimiento. Pero produjo a un Jesús sin ninguna relación, ni con el judaísmo ni con la Iglesia primitiva. Era un Jesús sin ninguna idiosincrasia y sin ninguna raíz social ni de familia.
Los resultados que se recogieron en esa tentativa es que no se puede separar la predicación sobre Cristo, como proclamación de fe, en los Evangelios. Kerygma o anuncio era lo mismo que hablar de Jesús. El Jesús histórico estaba de fondo, porque lo primordial era la experiencia de fe en el Cristo.
La Tercera investigación sobre el Jesús histórico, empezada relativamente hace poco tiempo, se encamina a demostrar que sí es posible realizar un perfil biográfico de Jesús. La metodología es la utilización de las fuentes literarias, pero con menos rigidez. Se consideran estas fuentes los propios Evangelios, tanto los canónicos, los no canónicos, los apócrifos, la colección Q, los libros encontrados en el Qumrán, etc.… Contribuye a esta expectativa los descubrimientos arqueológicos en Galilea, sobre todo los de Qumrán, y en todo el Mediterráneo, y un mayor conocimiento de la historia del pueblo judío en el siglo primero. Además de las nuevas metodologías y aproximaciones exegéticas, que permiten afianzar la esperanza de hacernos una idea más precisa de la figura de Jesús. En esta tercera etapa, hay que tener en cuenta algunos pasos dados, como los que han hecho los miembros del Jesus Seminar, activo en los Estados Unidos de Norteamérica, hacia los años ochenta (1985), sin ninguna conexión con alguna religión determinada, siendo más bien un movimiento filosófico, arqueológico y multidisciplinario de investigación. Este último equipo de trabajo ha estado en el intento de buscar con precisión, cosa hasta ahora imposible, de saber cuáles fueron las palabras (logion) de Jesús que aparecen fuera de los Evangelios canónicos. El uso de la palabra logion (o los Agrapha) es usado por primera vez, en 1776, por J. G. Körner, y Alfred Resch, en 1889. En ese sentido el grupo Jesus Seminar se ha dedicado entre otras fuentes al Evangelio de Tomás, un Evangelio no canónico, distinto de los Evangelios apócrifos. En esa precisión de las fronteras del estudio de la búsqueda de las “palabras” (logion) de Jesús, está el que deben ser dichos de Jesús, no discursos, y deben no estar contenidos en los Evangelios canónicos.
Es grande el avance en esa búsqueda. Pero son muchas las limitaciones que, sin embargo, han llevado a comprender que, a pesar de que la investigación sobre Jesús representa un ejemplo de ecumenismo práctico y eficaz (de allí que sea multidisciplinario, y del que es ejemplo la Biblia de Jerusalén, edición en francés por les Edition du Cerf, París, 1973), llevado a cabo con respeto mutuo y pasión por la verdad. Ha arrojado como resultado, por otra parte, el que no se puede hacer una aproximación a Jesús al margen de los Evangelios, las fuentes documentales más ricas y consistentes, ni al margen de la comunidad cristiana primitiva, donde, precisamente, han surgido los textos evangélicos. Esas conclusiones son fundamentales para cualquier intento de aproximación, a pesar de toda la efervescencia que ha habido en este intento. La clave de interpretación está estrechamente relacionada con la experiencia de la primera comunidad cristiana, que no está buscando rehacer la historia de Jesús, sino de comunicar que Él es Señor de vivos y muertos. A partir de esa experiencia transmitida con entusiasmo, en la resurrección de Jesús después de su muerte en cruz, hace que la historia de Jesús pase a ser inseparable de la vida y la fe de los primeros cristianos. Un caso claro, que sirve como ejemplo, es el relato de la Pasión en el Evangelio de San Juan (capítulos 18-19), cuando su autor dice, que “el que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean”. Eso en el caso de los Evangelios, y muy en concreto, en el Evangelio de San Juan. Porque es insistente esa experiencia en otras fuentes, como en la misma experiencia de fe en el caso de San Pablo, si nos detenemos, por ejemplo en la Primera Carta a los Corintios 15, 1-11.
Los Evangelios fueron escritos desde la experiencia de fe en el Resucitado. Ese es el punto de partida y el punto de llegada. Precisar algunas otras experiencias, como solamente la biográfica, en el sentido estricto de una concepción netamente histórica, hace casi imposible todo intento de diferenciarlo de la fe.

Ciertamente, eso es un gran abismo. Pero no por ello, nos tiene que alejar de la seriedad que significa el acercarnos al Jesús histórico, que tiene que ser importante y necesario, sin deslindar de ese dato el de la fe en Él. La fe lo exige, ya que “si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana, ésta debe afrontar el método histórico” (Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI), Jesús de Nazaret… , p 11).

Galilea y algunos datos... (El Cristo que he busado)...

Galilea y algunos datos



El dogma de la fe de la Iglesia, dice: “Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor. Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”.
Ya en esa misma confesión de la Iglesia están implícitas las dos verdades de la fe. Por una parte, está afirmando que Jesús es el Cristo, y por otra, está haciendo una referencia histórica comprobable al decir que “nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”. Estas dos verdades están unidas y no se pueden separar. Desde la fe, se anuncia y proclama la fe en la resurrección y en el Resucitado. Y desde la historia se precisa que fue en “tiempos de Poncio Pilato”.
Esos dos datos aparecen en los Evangelios canónicos (Lucas, Marcos, Mateo y Juan), que son las fuentes fidedignas, y de las que se tiene que partir para todo posible estudio sobre Jesús. No se niega que las otras fuentes ayudan, pero son aportes y no soportes, como la fuente Q, el evangelio de Tomás, el evangelio de Pedro, los papiros de Egerton y de Oxirrinco, el evangelio secreto de Marcos, los evangelios judeocristianos (el de los Nazarenos, el de los Hechos y el de los Ebionitas), algunos manuscritos, algunas cartas de San Pablo y de San Pedro, y los Padres de la Iglesia. Sobre todo en el afán de intentar precisar cuáles han sido las palabras de Jesús, no en el sentido de su interpretación, ni de su mensaje y doctrina, a las que San Pablo, San Pedro y los Padres de la Iglesia han sido fieles, sino a las palabras dichas y tomadas como dichas literalmente por el propio Jesús. Eso en cuanto a las fuentes cristianas.
En cuanto a las fuentes no cristianas, se tienen que dividir en varias. Por un lado, están las fuentes judías, que son la de Flavio Josefo, un historiador judío que nació en el año 37 después de Cristo, y que aporta muchos elementos de gran utilidad sobre el judaísmo del siglo primero después de Cristo, y algunos datos sobre Jesús de Nazaret. Sus obras son “La guerra judía”, y “Antigüedades judías”. De esta última se toma el famoso Testimonio Flavianum, como prueba histórica de un historiador judío sobre la existencia de Jesús, “hombre sabio… que llevó a cabo hechos sorprendentes, un maestro de personas que acogen con agrado lo que es cierto…”. Flavio Josefo habla de Jesús sin mostrarse contrario a los cristianos. La otra fuente judía es la de los escritos rabínicos, que por el contrario, lo hacen desde el rechazo y el silencio, al punto de no aparecer nada sobre Jesús, ni en la Misná, que es la parte central del Talmud, ni en la Tosefta; aunque algo aparece en la Guemara (una parte del Talmud añadida a la Misná), posiblemente proveniente del siglo primeroI. La otra serie de fuentes, son las fuentes romanas, siendo las más importantes la de Tácito, la de Suetonio, y Plinio el Joven. Otras fuentes son la helenística (la de Mara y la de Luciano), y las fuentes islámicas, especialmente el Corán.
La postura de los últimos tiempos de los estudiosos está en que no se puede separar a Jesús, ni del judaísmo, del que era un heredero de su cultura, donde nació, creció y se formó; como tampoco se puede separar del cristianismo antiguo, como la comunidad que recibe el impacto de su figura y de su mensaje. Sin uno, y sin otro. Sino los dos juntos. En el primer caso se trata de aplicar el principio de continuidad, porque Jesús era un judío de la época que asistió a la Sinagoga, y fue educado en la tradición de sus mayores. En el segundo caso, se trata de aplicar el principio de la discontinuidad, ya que es una nueva comunidad creativa de creyentes entre Jesús y la comunidad cristiana del siglo primero, de la que surgen los cuatro evangelios canónicos. Sin esos fundamentos podemos tener como resultado a un Jesús sin ninguna raíz social, cultural, histórica. Eso sería tener a una persona extra-todo, fuera de todo posible contexto. Sin un antes, y sin un después. Y eso no es. Todo lo contrario. La conjunción de esas dos se llama “criterio de plausibilidad histórica”, para comprender, por ejemplo, que Jesús iba a la sinagoga en sábado, en el día del reposo, donde escucha la lectura de la Escritura y, eventualmente, predica (Mc. 6, 2; Lc. 4, 16); pero que sorprende por su modo de actuar porque, por otra parte, no respeta el día sábado, al curar enfermos, a pesar de la oposición de los fariseos (Mc. 3, 1-6; Lc. 14, 1-6). En ese dato hay una continuidad, porque respetaba el día sábado; y con ello se ve la proximidad de Jesús al judaísmo de su época; pero, hay una discontinuidad, porque hay un distanciamiento con esa misma costumbre, de la que Él mismo es heredero y respetuoso, e irrespetuoso, al mismo tiempo. La aplicación del “criterio de plausibilidad histórica”, ayuda a tener una visión integradora de Jesús, más allá de la ambigüedad y de la indefinición. Y esto permite hacernos una idea de un Jesús vigoroso y singular.
Todas estas metodologías y su aplicación no puede alejarnos, sin embargo, de lo que debe ser primordial, que quien quiera entender los Evangelios, tiene que entender la Escritura en el espíritu en que ha sido escrita, y debe considerar el contenido y la unidad de toda la Biblia. De hecho, la exegesis moderna ha mostrado que las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relectura cada vez nuevas. Ese es el gran aporte de la nueva “exégesis canónica”, que propone la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad, y no se opone para nada al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de una manera organizada y lo convierte en verdadera teología. Reconociendo, igualmente, que el autor o grupo de autores de los libros de la Escritura, no son escritores independientes, sino que forman parte del sujeto común “pueblo de Dios”. Es decir, que hablan a partir de esa experiencia de pueblo de Dios, y hacia ese mismo pueblo se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo “autor” de las Escrituras. Precisamente, porque obedece a un tiempo y espacio dinámicos de cada comunidad, en donde, justamente, surgen y evoluciona cada libro en particular, en inspiración del Espíritu como verdad revelada y en conexión estrecha en esa misma unidad. Esto lleva a re-leer cada libro o texto escogido en relación con toda la unidad de la Escritura, porque se trata de un mismo bloque unido, en donde todo converge, hacia la Palabra hecha carne; es decir, Cristo (cfr. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera parte, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Editorial Planeta Colombiana, S. A., 2007, pp. 7-21).
De todo esto se induce a precisar, entre otras cosas, que Jesús tuvo un tiempo y un espacio concretos en la historia. Un contexto social y geográfico, histórico y religioso en el que vivió, actuó y murió.
Este contexto geográfico es Galilea, cuya capital era en un tiempo Séforis, y después Tiberiades. No pareciera haber ninguna relación de Jesús con estas dos ciudades, ya que no aparecen mencionadas en los Evangelios, en cuanto a alguna actividad de Jesús en ellas, ni como de visita o algo parecido. Hay otras tres ciudades de Galilea, que sí aparecen mencionadas en los Evangelios, en relación con Jesús, siendo ellas, Nazaret, Cafarnaúm y Betsaida.
Galilea era un territorio agrícola y de pesca, con una distribución mixta de las propiedades. Los grandes cultivos eran sobre todo los viñedos, los olivos y el grano. Muchos propietarios de hacienda vivían fuera de Galilea, y tenían administradores que las atendían. El gran problema económico de sus habitantes eran los impuestos.
Nazaret era una ciudad pequeña. Sus habitantes en su mayoría eran campesinos o pastores. Cafarnaúm era más grande que la capital, Jerusalén. Los habitantes de Cafarnaúm eran pescadores y campesinos. Betsaida estaba situada cerca del lago, cerca del río Jordán. Las casas de Betsaida eran mejores que las de Cafarnaúm, que a su vez eran mejor las de Cafarnaúm que las de Nazaret. Betsaida, de entre las tres, era la más importante por su actividad comercial, al tener manufacturas de pescado.
La lengua que hablaban los judíos-galileos era el arameo, con una entonación que los caracterizaba, según el mismo Evangelio de San Mateo (26, 73), cuando identifican a Pedro, en Jerusalén, al decirle “¡Ciertamente, tú también eres de ellos, pues además tu misma habla [galilea] te descubre! La segunda lengua que se hablaba en Galilea era el griego, y era la lengua de los que dominaban; es decir, de la administración romana y del comercio. La tercera lengua era el hebreo, que era la lengua propiamente de la religión judía, de la Biblia y de la oración. Todos los judíos rezaban de memoria en lengua hebrea, de manera que la lengua litúrgica del judío era el hebreo, lengua en la que se leía las Escrituras, y en la que los rabinos enseñaban a sus alumnos. La otra lengua era el latín. Pero éste se hablaba sólo entre los gobernadores romanos residentes en Cesarea, la capital romana de Judea, además de ser la lengua oficial de la legión romana.
Jerusalén era la ciudad santa del judaísmo. Era el corazón del pueblo judío y de su religión. Ir a Jerusalén era la máxima experiencia de la identidad judía. Jerusalén representaba la promesa y el designio de Dios. Allí se tenían que cumplir todas las Escrituras. Toda la actividad económica de Jerusalén giraba alrededor del tempo, que generaba una gran actividad comercial, por los servicios que se prestaban para el culto y la liturgia judía. Eso implicaba instalaciones para acoger a los peregrinos, todas las obras y edificios destinados a la venta de animales para los sacrificios, las mesas de cambio de moneda (una especie de ofi-cambio), y todos las demás formas para garantizar el culto en el templo, hacía que el templo fuera una institución de gran potencial económico en Jerusalén. Todo alrededor de la Ley judía.
La Ley judía se resumía, entre otras cosas y mandatos, en el reconocimiento de Dios, creador y perfecto; el respeto absoluto hacia los padres, la fidelidad conyugal en el matrimonio monogámico, la prohibición de abortar, la solicitud por enterrar a los muertos, la ayuda a los necesitados, la oración y el ayuno, la acogida de los no judíos que mostraban interés por la Ley, los sacrificios en el templo, las prácticas de purificación ritual en relación a las comidas, la sexualidad, el contacto con los cadáveres y otras personas (como los leprosos, la mujer en su menstruación, la recién parida) o cosas no puras. Todo lo legislaba en los cinco libros (Pentateuco): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
Sobre la interpretación de lo anterior, es que aparecen los fariseos y los saduceos, que eran los dos grupos que tenían mayoría en el judaísmo del siglo primero. Para los saduceos, se trataba de interpretar y aplicar la Ley al pie de la letra. Mientras que para los fariseos, además de los cinco libros de la Ley, estaban los libros de los Profetas, que también tenían validez como norma, aunque con un grado inferior que el Pentateuco. Para los fariseos se trataba de una “tradición” interpretativa de la Ley, comenzada en Moisés y transmitida en el tiempo, adaptada por los grandes maestros según las circunstancias; es decir, se trataba de darle importancia a la tradición de los ancianos, que no era otra cosa que la Ley oral, que iba enriqueciendo con el tiempo.
Los fariseos y los saduceos conformaban el Sanedrín, que tenía su sede en Jerusalén. El Sanedrín era el máximo órgano legislativo y judicial de los judíos de todo el mundo, tanto para los que vivían en territorio judío, como los judíos que estaban dispersos por el mundo.
Para los judíos-galileos cumplir la Ley era más difícil, sobre todo en la purificación ritual, por tener precisamente, actividades de agricultura y ganadería, ya que se veían obligados de tocar animales muertos sin sacrificar y a tener contacto con animales prohibidos por la Ley. Sin embargo, el centro de la vida judía en las poblaciones galileas, como Nazaret y Cafarnaúm, era la sinagoga. Ella era el lugar de reunión de las comunidades para la lectura de la Ley, la instrucción y la oración. Cerca de la sinagoga podía haber un baño ritual y pilas destinadas a las abluciones previas a la oración. La autoridad de la comunidad y de la sinagoga era el consejo de ancianos, según se desprende de Lucas 7, 3, en la petición a Jesús en la curación del siervo del centurión. Los jefes de la sinagoga decidían quién dirigiría la oración, y quién dirigiría la predicación. La liturgia comenzaba con las oraciones del Shemá (escucha Israel) y las Dieciocho bendiciones (oraciones diarias obligatorias para todo judío), se leía un fragmento del Pentateuco y otro de los Profetas, todo en hebreo, que era la lengua litúrgica, y después se traducía lo que se había leído al arameo, y se hacía la predicación; y si había un sacerdote, cosa rara en Galilea, se terminaba con una bendición final.
Para todo judío el centro estaba en Jerusalén, porque ahí estaba el templo. Los galileos expresaban su devoción por el templo mediante peregrinajes a Jerusalén, en las grandes fiestas, sobre todo Pascua y Tabernáculos (Lc. 2, 41-52). Además los judíos-galileos pagaban el tributo anual al templo, como todos los judíos.
La Ley y el templo de Jerusalén, eran los dos pilares fundamentales de la religión judía. La tercera base del judío eran la tierra y la familia. La familia era donde se transmitía la religión de Abraham y de Moisés. En el núcleo familiar se aprendía la Ley, y en la familia se celebraba la fiesta semanal, que era el día sábado, día en que se recordaba la salida de Egipto. La tierra, por otra parte, era el bien precioso que Dios les había dado, según la enseñanza en el libro de Éxodo 3, 8, a través de Moisés. La tierra era propiedad divina, y sus invasores (los romanos) profanaban el nombre del Dios de Israel. Los galileos vivían con fuerza la protesta interior por la ocupación de una tierra que pertenecía a Dios y a su pueblo. En todas las manifestaciones judías respecto a la desobediencia a los invasores romanos había gran participación de judíos-galileos, al punto de considerar que los galileos eran los más nacionalistas de todos los judíos. Es famoso, entre tantos, Judas el galileo (o Judas Macabeo), del grupo del sacerdote Matatías, en el año 164 antes de Cristo. La lucha era contra la helenización del judaísmo, primero, y después, contra la dominación romana. Se añaden a ese grupo los asiduos o “piadosos” (jasidim) (según el primer libro de los Macabeos, 2, 42), aunque después se separaran por distintas motivaciones. En esa compleja realidad nacen los tres grandes grupos judíos que existían en los tiempos de Jesús: los saduceos, los fariseos y los esenios. Estos tres grandes grupos tenían sus propias interpretaciones y aplicaciónes de la Ley. Los fariseos afirmaban que “algunos acontecimientos son obra del destino (la providencia divina), pero no todos; mientras que otros acontecimientos, sucedan como sucedan, dependen de nosotros”. Los saduceos defendían que somos responsables de nuestro propio bien, y que sufrimos la desgracia como consecuencia de nuestra falta de reflexión. Los esenios subrayaban “que no pasa nada entre los hombres que no sea conforme al decreto divino”. Los fariseos y los saduceos tenían sus aspiraciones políticas y de poder, y alternaban, aún en pugna, por ejercer los grandes cargos, como el de sumo sacerdote. Los saduceos eran apegados a la Ley, especialmente al Pentateuco. Los fariseos eran más abiertos en cuanto a la interpretación y aplicación de la Ley, y a pesar de adaptarse más a los problemas diarios, acumulaban preceptos y reglamentaciones. Mientras que los esenios eran más elitistas y más radicales, al punto de retirarse al desierto, como al Qumrán.

En este ambiente nace Jesús, hijo de María y de José, de la tribu de David.