viernes, 8 de abril de 2016

La teología de la Iglesia Católica.. (El Cristo que he buscado)...

La teología de la Iglesia Católica


La respuesta que se dio estaba comprometida.
Había contestado que en cierta manera la muerte de Dios estaba en que no había intervenido para bajar al Hijo de la cruz. Al Padre no convertirse en “paternalista”, en ese sentido, podría decirse que el Padre había muerto. Pero que la muerte era la experiencia del Hijo, en su naturaleza humana. El padre estaba expectante respecto a la obediencia y cumplimiento de su Hijo, en el sentido histórico y de Revelación a la humanidad, más no en el sentido intrínseco de la propia Trinidad, porque “El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn. 14, 9-11).
El profesor comenzó a llevar la conversación para que precisara la idea, porque, ciertamente, podría estar en caminos fronterizos de la herejía. No era fácil. Todo lo contrario. Incluso de ahí dependía mi realidad académica, justo a esas alturas. Estas cosas se comprenden después y dan un susto de suspensión, que en mirada retrospectiva llevan a dudar de la certeza en la respuesta dada. De ahí el susto.
La clave, sin embargo, está en el amor de Dios por el hombre. Ya que “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo — ¡ustedes han sido salvados gratuitamente!— y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7). Precisamente, porque Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tes. 6, 16) habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: «en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras» (Rom. 1, 20) Pero que, no es aún «visión del Padre», ya que «a Dios nadie lo ha visto», sino a través «de el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (Jn. 1, 18). Esta «revelación» manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de «luz inaccesible» (cfr. 1 Tim. 6, 16). Es a través de esta «revelación» de Cristo que conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su «filantropía» (cfr. Tit. 3, 4) es que se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras; y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección. De manera que, en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, pues Cristo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia» (cfr. Ef. 2, 4).
Ese es el misterio del Padre y de su amor por el hombre (cfr. Ef. 3, 18; Lc. 11, 5-13). Ya el Evangelista San Lucas nos cuenta, que: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír" (4, 16-21). A través de estas palabras Cristo hace presente al Padre entre los hombres, para anunciar, igualmente en la respuesta a los enviados por Juan el Bautista para preguntarle si Él era o no el enviado: “Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados», para concluir diciendo: «y bienaventurado quien no se escandaliza de mí” (Lc. 7, 22 ss.).
Esa es la prueba fundamental de la misión de Cristo “hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia” (cfr. Dives in misericordia 3,d), comunicado por el mismo Jesús en las parábolas del hijo pródigo (Lc. 15, 11-32), la del buen Samaritano(Lc. 10, 30-37) y la del siervo inicuo (Mt. 18, 23-35), entre otras. Sin dejar de resaltar que, por supuesto, la invitación a dejarse llevar por ese amor y misericordia, con la idea de “ser el mayor” (Mt. 22, 38) o de “bienaventurados los misericordiosos” (Mt. 5,7).
Así, Cristo nos revela al Padre “rico en misericordia”.
Es en la cruz, donde justamente, ante el extraordinario sacrificio del Hijo, se colma la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el «principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
Pero no le es ahorrado el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros» (2 Cor. 5, 21). Esa es la redención, que es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo, en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo «hizo pecado por nosotros» se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del hombre son «compensados» por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia «a medida» de Dios (desde la fe, por supuesto), nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es «a medida» de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud (cfr. Dives in misericordia, 7c).
La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama desea darse a sí mismo (Dives in misericordia, 7d).
Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre» (cfr. Jn. 14, 9); significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna».
La cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia; es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte. La cruz es un signo escatológico en donde el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, encerrado ya en la cruz y en su muerte, que dará como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. Precisamente, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (Mc. 12, 27), y porque en su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que «la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado... se presentó en medio de ellos» en el Cenáculo, «donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos» (Jn. 20, 19-23), (cfr. Dives in misericordia, 8b-f).
El Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (cfr. Salm. 89, 2).
La Iglesia Católica ha publicado, en ese sentido tres grandes Encíclicas, que tratan estas verdades, y en donde el tema central es el hombre, ya que la Iglesia en cuanto más sea “antropocéntrica”, tanto más debe corroborarse y realizarse “teocéntricamente”; esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Hay que evitarse la división y lo opuesto entre teocentrismo y antropocentrismo, como lo dice el Magisterio de la Iglesia en la Dives in misericordia (1d). Estas tres Encíclicas son la Redemptor Hominis, la Dives in misericordia, y la Dominun et Vivificantem, en las que se trata del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, pero en clave del hombre, como la meta y finalidad de la Revelación.

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