La teología de la Iglesia
Católica
La respuesta que se dio estaba comprometida.
Había contestado que en cierta manera la muerte de Dios estaba en que no
había intervenido para bajar al Hijo de la cruz. Al Padre no convertirse en
“paternalista”, en ese sentido, podría decirse que el Padre había muerto. Pero
que la muerte era la experiencia del Hijo, en su naturaleza humana. El padre
estaba expectante respecto a la obediencia y cumplimiento de su Hijo, en el
sentido histórico y de Revelación a la humanidad, más no en el sentido
intrínseco de la propia Trinidad, porque “El
que me ha visto, ha visto al Padre. ¿No
crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo
no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn. 14, 9-11).
El profesor comenzó a llevar la conversación para que precisara la idea,
porque, ciertamente, podría estar en caminos fronterizos de la herejía. No era
fácil. Todo lo contrario. Incluso de ahí dependía mi realidad académica, justo
a esas alturas. Estas cosas se comprenden después y dan un susto de suspensión,
que en mirada retrospectiva llevan a dudar de la certeza en la respuesta dada.
De ahí el susto.
La clave, sin embargo, está en el amor de Dios por el hombre. Ya que “Dios, que es rico en misericordia, por el
gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de
nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo — ¡ustedes han sido salvados
gratuitamente!— y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el
cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza
de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7).
Precisamente, porque Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tes. 6, 16) habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el
cosmos: «en efecto, desde la creación del
mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos
mediante las obras» (Rom. 1, 20) Pero que, no es aún «visión del Padre», ya que «a
Dios nadie lo ha visto», sino a través «de
el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer»
(Jn. 1, 18). Esta «revelación»
manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de
«luz inaccesible» (cfr. 1 Tim. 6,
16). Es a través de esta «revelación»
de Cristo que conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el
hombre: en su «filantropía» (cfr. Tit.
3, 4) es que se hacen visibles en Cristo
y por Cristo, a través de sus acciones y palabras; y, finalmente, mediante
su muerte en la cruz y su resurrección. De manera que, en Cristo y por Cristo,
se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, pues Cristo la encarna y personifica. El mismo es, en
cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios
se hace concretamente «visible» como
Padre «rico en misericordia» (cfr. Ef.
2, 4).
Ese es
el misterio del Padre y de su amor por el hombre (cfr. Ef. 3, 18; Lc. 11,
5-13). Ya el Evangelista San Lucas nos cuenta, que: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de
costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el
libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba
escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la
unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo
devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en
él. Entonces comenzó a decirles: "Hoy
se ha cumplido este pasaje de la
Escritura que acaban de oír" (4, 16-21). A
través de estas palabras Cristo hace presente al Padre entre los hombres, para
anunciar, igualmente en la respuesta a los enviados por Juan el Bautista para
preguntarle si Él era o no el enviado: “Id
y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres
son evangelizados», para concluir diciendo: «y bienaventurado quien no se escandaliza de mí” (Lc. 7, 22 ss.).
Esa es
la prueba fundamental de la misión de Cristo “hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia” (cfr. Dives
in misericordia 3,d), comunicado por el mismo Jesús en las parábolas del hijo
pródigo (Lc. 15, 11-32), la del buen Samaritano(Lc. 10, 30-37) y la del siervo
inicuo (Mt. 18, 23-35), entre otras. Sin dejar de resaltar que, por supuesto,
la invitación a dejarse llevar por ese amor y misericordia, con la idea de “ser
el mayor” (Mt. 22, 38) o de “bienaventurados los misericordiosos” (Mt. 5,7).
Así, Cristo nos revela al Padre “rico
en misericordia”.
Es en la cruz, donde justamente, ante el extraordinario sacrificio del
Hijo, se colma la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados
a su imagen y ya desde el «principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y
la gloria.
Pero no le es ahorrado el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios le hizo
pecado por nosotros» (2 Cor. 5, 21). Esa es la redención, que es la
revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud
absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la
justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y
muerte de Cristo, en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo,
sino que lo «hizo pecado por nosotros»
se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a
causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del hombre son
«compensados» por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que
es propiamente justicia «a medida» de
Dios (desde la fe, por supuesto), nace toda ella del amor: del amor del Padre y
del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia
divina, revelada en la cruz de Cristo, es «a medida» de Dios, porque nace del
amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión
divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino
restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la
cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de
Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su
plenitud (cfr. Dives in misericordia, 7c).
La cruz colocada sobre el
Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor,
del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado
según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no
permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y
fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por
El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo
aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace
participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el
que ama desea darse a sí mismo (Dives in misericordia, 7d).
Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre» (cfr. Jn. 14, 9);
significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más
fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están
metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es
ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez
el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal
presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo
en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna».
La cruz de Cristo, sobre la cual el
Hijo, consubstancial al Padre, hace plena
justicia a Dios, es también una
revelación radical de la misericordia; es decir, del amor que sale al
encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre:
al encuentro del pecado y de la muerte. La cruz es un signo escatológico en
donde el amor vencerá en todos los elegidos las
fuentes más profundas del mal, encerrado ya en la cruz y en su muerte, que dará como fruto plenamente
maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa.
Precisamente, porque Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (Mc. 12, 27),
y porque en su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso,
porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando
recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra
esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que «la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado... se
presentó en medio de ellos» en el Cenáculo, «donde estaban los discípulos,...
alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis
los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos»
(Jn. 20, 19-23), (cfr. Dives in misericordia, 8b-f).
El Cristo pascual
es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente:
histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia
del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: «Cantaré eternamente las misericordias del
Señor» (cfr. Salm. 89, 2).
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