Los últimos 15
Ya se había pasado los primeros 30 minutos.
Los primeros 15 habían sido muy buenos. Los siguientes, igualmente.
Faltaban los 15 finales.
Ahora tocaba con un profesor de la Cátedra “Trinidad” (Dios, Uno y Trino).
La pregunta había sido para sudar. Y como la especialización era en
Cristología, pues no podía ser otro el cuestionamiento y el tema de
conversación. Así, como el tema escogido para el trabajo escrito había sido
sobre “La pasión, muerte y Resurrección
de Jesucristo”, igualmente, por ahí tenía que ir el tema. Es de suponer que
cada profesor debería tener alguna información sobre los temas de cada trabajo
de cada alumno, ya que, por casualidad o por conocimiento, la pregunta que planteó
este último profesor era por el tema del trabajo escrito; aunque, la pregunta
tenía mucho que ver con su especialidad en su Cátedra, que era Dios, Uno y
Trino. Un solo Dios y tres divinas personas.
Teniendo como punto de referencia que cada persona tiene su
especificidad y su diferencia, sin perder la unidad en toda la actividad
divina, porque son una misma realidad; y como en la acción de una, están
presentes las otras, porque trabajan unidas y sin separación, pero se respetan
en su acción (“pericóresis” o “circumincesión”)… la pregunta era: “¿En la cruz, sólo muere el Hijo… o muere
también el Padre?”. Ya que, si en la acción de una de las personas divinas
está implícita la presencia y la asistencia de las otras, es lógico que en cada
acción también estén implicadas las tres. Al crear el Padre, están el Hijo y el
Espíritu Santo; al redimir y al morir en la cruz el Hijo, están el Padre y el
Espíritu; y, al santificar, están el Padre y el Hijo.
Alguien diría en forma coloquial: “Agárrame
ese trompo en l’uña, pues”, en forma de reto; o como queriendo decir, “ahí tienes… defiéndete, si es que puedes”.
La pregunta era y es muy importante.
La respuesta era sencilla. O era, sí; o era, no. El problema era el
enfoque y justificarlo. Había un autor por ese entonces muy en boga. El
profesor lo citó. Y había que hablar de su idea.
Se trataba de una teología trinitaria de la muerte de Dios en la Cruz de Jesús.
La cosa estaba complicada. Se podría tratar de una especie de “patripasionismo”.
Es, entonces, cuando hay que volver a colocar las cuatro proposiciones
que ya se han dicho, para tener en cuenta, que Cristo tenía pleno conocimiento
de ser Hijo de Dios y de su relación filial (Abba, Padre); que, además, Cristo
sabía su misión y la conocía. Desde estas bases habría que dar respuesta. Es
decir, que ciertamente, en algo podría tener razón Christian Duquoc, cuando
consideraba en su cristología que los evangelistas y la primera comunidad
cristiana se hallaban ante una gran dificultad frente al hecho del grito de Jesús:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?”(Mt. 27, 46). Pero cuestión que tiene y tenía que resolverse
con la afirmación del evangelista San Lucas, porque el mismo Jesús se mantenía
confiando en el Padre, en su abandono sumiso al decir: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y dicho esto expiró” (Lc.
23, 46).
Sin duda, que ese grito y esa experiencia de abandono tenían que generar
confusión. Porque, si el Hijo sabía que tenía que morir en la cruz, y esa era
la voluntad del Padre, y él la conocía bien, porque era una misma realidad con
Él, ¿por qué, entonces, el grito?
Y con esa pregunta estamos en todo el centro y meollo de la cuestión
cristológica. Más aún, en todo el sentido de la Revelación , ya que una
de las tentaciones al leer algunos textos de la Biblia , es la de leerlos
sin conexión con toda la
Escritura , que no tiene otro fin y meta que llegar al Cristo,
el Mesías, quien es el que nos revela plenamente a Dios, y nos descubre el
sentido de la misma Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamentos. Esa
es la clave. Además, no se puede olvidar que no se puede separar de la
experiencia histórica la experiencia de la predicación de la primera comunidad
(kerigma).
Y en esos dos gritos, según nos cuentas los evangelistas, están
compendiadas y asimiladas las verdades de la Revelación , en la que
aparece la experiencia del sufrimiento y del abandono que se recogen en los
salmos 22 (en San Marcos y en San Mateo) y 31 (en San Lucas).
El Padre no podía bajar a su Hijo de la cruz. No tanto en el sentido de
que no tuviera el poder para hacerlo, sino porque su grandeza estaba en que no
podía convertirse en “paternalista”, desvirtuando con ello su figura y
experiencia del Padre, que respetaba, igualmente, la libertad de su Hijo, que
obedecía hasta la muerte en cruz, pues "Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros" (Rm 8, 32); es decir, en estrecha conexión entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica (la Salvación del hombre),
en cuanto que se refiere a la
Trinidad manifestada en la historia (mediante las misiones
divinas). Una misión de una Persona divina es su envío al mundo por aquella
Persona de la que procede eternamente para comenzar a tener una presencia
distinta de la que ya tenía en cuanto Dios. Las misiones divinas son
temporales; es el envío en el tiempo del Hijo, y junto con el Hijo y el Padre,
el envío del Espíritu Santo.
Por otra parte, está la experiencia de abandono confiado en las manos
del Padre, del que el Evangelista San Lucas teologiza, y con él la comunidad, y
que expresa la idea principal del salmo 31, al decir que Jesús gritó, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y
dicho esto expiró” (Lc. 23, 46).
Ahí radica, justamente, las diferencias, entre otras, de la teología de la Iglesia Católica
y de la teología de la
Iglesia Luterana.
Era, entonces, clave la pregunta que hacía el profesor de la Cátedra “Dios, Uno y Trino”.
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