viernes, 8 de abril de 2016

Elementos para re-lectura de los evangelios... (El Cristo que he buscado)...

Elementos para re-lectura de los evangelios


Es evidente que se trata de leer los evangelios con un sentido de comprensión global y con sentido de unidad en la revelación. No se puede separar el hecho histórico de Jesús de Nazaret, del hecho de la experiencia de fe de toda la experiencia de la Iglesia que profesa esa fe en el Jesús-Cristo.
Toda la Escritura, tanto Antiguo como Nuevo Testamento, va hacia la persona de Jesucristo, la revelación en su plenitud. Este es un proceso no lineal, sino a menudo dramático y siempre en marcha, que ayuda a comprender la Biblia en su unidad (cfr. Dei Verbum, 12). Esa tarea es un proceso de relecturas cada vez nuevas, ya que los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos. En nada se opone al método histórico-crítico, sino que se apoya en él, pero sin perder el sentido de la unidad, lo que supone leer e interpretar desde el conjunto; sobre todo, porque la interpretación histórico-crítica del texto trata de averiguar el sentido original exacto de las palabras, tal como se las entendía en su lugar y en su momento. Pero hay que tener en cuenta que esas certezas son relativas, pues toda palabra humana de cierto peso encierra en sí un relieve mayor de lo que el autor, en su momento, podía ser consciente. De manera, que el autor no habla simplemente por sí mismo y para sí mismo. Habla a partir de una historia común en la que está inmerso y en la cual están ya silenciosamente presentes las posibilidades de su futuro, de su camino posterior. El proceso de seguir leyendo y desarrollando las palabras no habría sido posible si en las palabras mismas no hubieran estado ya presentes esas aperturas intrínsecas. Eso es lo que significa inspiración: el autor no habla como un sujeto privado, encerrado en sí mismo. Habla en una comunidad viva y por tanto en un movimiento histórico vivo que ni él ni la colectividad han construido, sino en el que actúa una fuerza directriz superior. Esa misma comprensión lleva a ver los distintos libros de la Sagrada Escritura, no como simple literatura.
Así, los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores, y forman parte del sujeto común «pueblo de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras. De ahí que se puede clasificar con toda propiedad a los autores, no con la individualidad del nombre al que se le atribuye cada libro, sino a sus respectivas comunidades como, en el caso de cada evangelio, como de comunidad lucana, joanea, y hasta paulina, para hacer referencia a que son ellas las verdaderas constructoras y redactoras de esos libros en continuidad y discontinuidad, como se dijera en los primeros capítulos. Pero, no siendo autosuficiente, sino sabiéndose guiado y llamado por Dios mismo que, en el fondo, es quien habla a través de los hombres y su humanidad. El sujeto «pueblo de Dios» es vital para la Escritura, ya que se trasciende a sí mismo en la Escritura, y así se convierte precisamente en pueblo de Dios. Así el pueblo de Dios —la Iglesia— es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por Él (cfr. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, pp. 16-18). Esto lleva a no desvincularse para nada del auténtico sentido de la Tradición de la Iglesia, que no es otra cosa que la lectura e interpretación enriquecida de la Palabra de Dios, en el tiempo, del que toma y depende su verdadera aplicación. Siempre en búsqueda y de encuentro en una eterna experiencia dialéctica; es decir, de más y en constante apertura, para encontrar-buscando y buscar-encontrando.
Todo esto es clave. No se puede leer cada evangelio, y ni siquiera cualquier libro por separado de la Biblia, sin tener en consideración la plenitud de la Escritura, en la que el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento tienen a Jesucristo como el centro al que van y del que parten (Alfa y Omega, se dicen en la liturgia de Resurrección del Sábado Santo, en la simbología ritual del Cirio Pascual), y que es la Revelación misma (cfr. Jn. 14, 9-11; Jn. 1, 18). Todo esto en clave antropológica; es decir, en función del hombre (cfr. Redemptor hominis, Dives in misericordia, Dominun et vivificantem). Y esta es toda la experiencia de fe de la Iglesia, ya que se trata de repetir la misma experiencia de San Agustín, de que Dios esta más dentro de mí, que lo más interior que hay en mi mismo, y más elevado  y superior, que lo más elevado y sumo de mi alma (cfr. San Agustín, Las Confesiones). Sin olvidar que es en clave histórica concreta del hombre, en donde la cruz es la clave misma de esa interpretación. Pues en la cruz, incluyendo en toda su profundidad el grito de Jesús (cfr. Mt. 27, 46; Lc. 23, 46), es donde se comprende el misterio del hombre y de Dios al mismo tiempo; y donde se resalta la idea del amor de Dios, pues Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo —¡ustedes han sido salvados gratuitamente!— y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7). Precisamente, porque Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tes. 6, 16) habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: «en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras» (Rom. 1, 20) Pero que, no es aún «visión del Padre», ya que «a Dios nadie lo ha visto», sino a través del «de el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (Jn. 1, 18). Esta «revelación» manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de «luz inaccesible» (1 Tim. 6, 16). Es a través de esta «revelación» de Cristo que conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su «filantropía» (Tit. 3, 4) es que se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección. De manera, en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, pues Cristo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia» (Ef. 2, 4).
Y en cuanto a llegar a precisar con exactitud las palabras de Jesús (ipsissima verba Iesu), en su sentido estricto, hay que reconocer su complejidad, pues no se puede separar del Jesús histórico con su mensaje y doctrina, el hecho de la experiencia de la fe, que es la experiencia de la Iglesia, de la que nacen los Evangelios, siendo “la comunidad de creyentes” su autor o autores. Y con ello queda resuelto el trabajo colocado por el profesor, y que en su observación colocara que no había utilizado suficiente material bibliográfico, colocando la respectiva apreciación. Porque todo el material llevaría a mostrar la imposibilidad de separar un dato del otro, a pesar de todos los aportes y riquezas del método histórico-crítico, y sin quitarles su importancia.
Esa es la experiencia de la Iglesia. Y ese Cristo es el  Cristo que siempre he encontrado, y el Cristo que siempre ha salido al encuentro, para hacer constante y perenne la misma experiencia de búsqueda-encuentro, y de encuentro-búsqueda, para continuar enamorando en el coqueto del amor encontrado, que se asoma y se deja encontrar con la sutileza del susurro suave, para repetir la eterna experiencia de su palabra porque se trata, al fin y al cabo, de la experiencia de la pregunta de Jesús y la respuesta (confesión de Pedro), que es una experiencia individual, como dice el propio evangelista (o comunidad lucana; Lc. 9-18-21), que, “Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó:"¿Quién dice la gente que soy yo?"  Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado". "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro, tomando la palabra, respondió: "Tú eres el Mesías de Dios". Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie”. Para poner como condición de discipulado, la propia experiencia de su pasión, porque "El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Lc. 9-22; Mt. 16, 21-23; Mc. 8, 31-33).  Y ser, entonces, esa la condición para seguirlo, ya que “Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc. 9, 23; Mt. 16, 24-28; Mc 8, 34-38).

Además, se trata de la certeza en la experiencia de ayer y de hoy en continuidad, pues sabedores de que “Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día” (Jn. 6, 40). Y ante la retirada de algunos de sus discípulos por lo fuerte de sus palabras, no queda que repetir con Pedro de, “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". Jesús continuó: "¿No soy yo, acaso, el que los eligió a ustedes, los Doce?...” (Jn. 65-70).

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