Elementos para re-lectura de los
evangelios
Es evidente que se
trata de leer los evangelios con un sentido de comprensión global y con sentido
de unidad en la revelación. No se puede separar el hecho histórico de Jesús de
Nazaret, del hecho de la experiencia de fe de toda la experiencia de la Iglesia que profesa esa fe
en el Jesús-Cristo.
Toda la Escritura , tanto Antiguo
como Nuevo Testamento, va hacia la persona de Jesucristo, la revelación en su
plenitud. Este es un proceso no lineal, sino a menudo dramático y siempre en
marcha, que ayuda a comprender la
Biblia en su unidad (cfr. Dei
Verbum, 12). Esa tarea es un proceso de relecturas cada vez nuevas, ya que
los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de
manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones,
profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura
como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores,
que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío
de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos. En nada se
opone al método histórico-crítico, sino que se apoya en él, pero sin perder el
sentido de la unidad, lo que supone leer e interpretar desde el conjunto; sobre
todo, porque la interpretación histórico-crítica del texto trata de averiguar
el sentido original exacto de las palabras, tal como se las entendía en su
lugar y en su momento. Pero hay que tener en cuenta que esas certezas son
relativas, pues toda palabra humana de cierto peso encierra en sí un relieve
mayor de lo que el autor, en su momento, podía ser consciente. De manera, que
el autor no habla simplemente por sí mismo y para sí mismo. Habla a partir de
una historia común en la que está inmerso y en la cual están ya silenciosamente
presentes las posibilidades de su futuro, de su camino posterior. El proceso de
seguir leyendo y desarrollando las palabras no habría sido posible si en las
palabras mismas no hubieran estado ya presentes esas aperturas intrínsecas. Eso
es lo que significa inspiración: el autor no habla como un sujeto privado,
encerrado en sí mismo. Habla en una comunidad viva y por tanto en un movimiento
histórico vivo que ni él ni la colectividad han construido, sino en el que
actúa una fuerza directriz superior. Esa misma comprensión lleva a ver los
distintos libros de la
Sagrada Escritura , no como simple literatura.
Así, los libros de la Escritura remiten a tres
sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores,
y forman parte del sujeto común «pueblo
de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el
pueblo es el verdadero y más profundo «autor»
de las Escrituras. De ahí que se puede clasificar con toda propiedad a los
autores, no con la individualidad del nombre al que se le atribuye cada libro,
sino a sus respectivas comunidades como, en el caso de cada evangelio, como de
comunidad lucana, joanea, y hasta paulina, para hacer referencia a que son
ellas las verdaderas constructoras y redactoras de esos libros en continuidad y
discontinuidad, como se dijera en los primeros capítulos. Pero, no siendo
autosuficiente, sino sabiéndose guiado y llamado por Dios mismo que, en el fondo,
es quien habla a través de los hombres y su humanidad. El sujeto «pueblo de
Dios» es vital para la
Escritura , ya que se trasciende a sí mismo en la Escritura , y así se
convierte precisamente en pueblo de Dios. Así el pueblo de Dios —la Iglesia — es el sujeto vivo
de la Escritura ;
en él, las palabras de la
Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige
que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo
hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por Él (cfr. Joseph Ratzinger
(Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, pp. 16-18). Esto lleva a no desvincularse
para nada del auténtico sentido de la Tradición de la Iglesia , que no es otra cosa que la lectura e
interpretación enriquecida de la
Palabra de Dios, en el tiempo, del que toma y depende su
verdadera aplicación. Siempre en búsqueda y de encuentro en una eterna
experiencia dialéctica; es decir, de más y en constante apertura, para
encontrar-buscando y buscar-encontrando.
Todo esto es clave.
No se puede leer cada evangelio, y ni siquiera cualquier libro por separado de la Biblia , sin tener en
consideración la plenitud de la
Escritura , en la que el Antiguo Testamento y el Nuevo
Testamento tienen a Jesucristo como el centro al que van y del que parten (Alfa
y Omega, se dicen en la liturgia de Resurrección del Sábado Santo, en la
simbología ritual del Cirio Pascual), y que es la Revelación misma (cfr. Jn.
14, 9-11; Jn. 1, 18).
Todo esto en clave antropológica; es decir, en función del hombre (cfr. Redemptor hominis, Dives in misericordia,
Dominun et vivificantem). Y esta es toda la experiencia de fe de la Iglesia , ya que se trata
de repetir la misma experiencia de San Agustín, de que Dios esta más dentro de mí, que lo más interior que hay en mi mismo, y
más elevado y superior, que lo más
elevado y sumo de mi alma (cfr. San Agustín, Las Confesiones). Sin olvidar que es en clave histórica concreta
del hombre, en donde la cruz es la
clave misma de esa interpretación. Pues en la cruz, incluyendo en toda su
profundidad el grito de Jesús (cfr. Mt. 27, 46; Lc. 23, 46), es donde se comprende el
misterio del hombre y de Dios al mismo tiempo; y donde se resalta la idea del
amor de Dios, pues “Dios, que es
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando
estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo
—¡ustedes han sido salvados gratuitamente!— y con Cristo Jesús nos resucitó y
nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los
tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en
Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7). Precisamente, porque Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tes. 6,
16) habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: «en efecto, desde la creación del mundo, lo
invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las
obras» (Rom. 1, 20) Pero que, no es aún «visión del Padre», ya que «a
Dios nadie lo ha visto», sino a través del «de el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a
conocer» (Jn. 1, 18). Esta «revelación»
manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de
«luz inaccesible» (1 Tim. 6, 16). Es
a través de esta «revelación» de
Cristo que conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre:
en su «filantropía» (Tit. 3, 4) es
que se hacen visibles en Cristo y por
Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su
muerte en la cruz y su resurrección. De manera, en Cristo y por Cristo, se hace
también particularmente visible Dios en su misericordia, pues Cristo la encarna y personifica. El mismo es, en
cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios
se hace concretamente «visible» como
Padre «rico en misericordia» (Ef. 2,
4).
Y en cuanto a
llegar a precisar con exactitud las palabras de Jesús (ipsissima verba Iesu), en su sentido estricto, hay que reconocer su
complejidad, pues no se puede separar del Jesús histórico con su mensaje y
doctrina, el hecho de la experiencia de la fe, que es la experiencia de la Iglesia , de la que nacen
los Evangelios, siendo “la comunidad de creyentes” su autor o autores. Y con
ello queda resuelto el trabajo colocado por el profesor, y que en su
observación colocara que no había utilizado suficiente material bibliográfico,
colocando la respectiva apreciación. Porque todo el material llevaría a mostrar
la imposibilidad de separar un dato del otro, a pesar de todos los aportes y
riquezas del método histórico-crítico, y sin quitarles su importancia.
Esa es la
experiencia de la Iglesia.
Y ese Cristo es el
Cristo que siempre he encontrado, y el Cristo que siempre ha salido al
encuentro, para hacer constante y perenne la misma experiencia de
búsqueda-encuentro, y de encuentro-búsqueda, para continuar enamorando en el
coqueto del amor encontrado, que se asoma y se deja encontrar con la sutileza
del susurro suave, para repetir la eterna experiencia de su palabra porque se
trata, al fin y al cabo, de la experiencia de la pregunta de Jesús y la
respuesta (confesión de Pedro), que es una experiencia individual, como dice el
propio evangelista (o comunidad lucana; Lc. 9-18-21), que, “Un día en que Jesús oraba a solas y sus
discípulos estaban con él, les preguntó:"¿Quién dice la gente que soy
yo?" Ellos le respondieron:
"Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de
los antiguos profetas que ha resucitado". "Pero ustedes, les
preguntó, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro, tomando la palabra, respondió:
"Tú eres el Mesías de Dios". Y él les ordenó terminantemente que no
lo dijeran a nadie”. Para poner como condición de discipulado, la propia
experiencia de su pasión, porque "El
Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al
tercer día" (Lc. 9-22; Mt. 16, 21-23; Mc. 8, 31-33). Y ser, entonces, esa la condición para
seguirlo, ya que “Después dijo a todos:
"El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con
su cruz cada día y me siga” (Lc. 9, 23; Mt. 16, 24-28; Mc 8, 34-38).
Además, se trata de
la certeza en la experiencia de ayer y de hoy en continuidad, pues sabedores de
que “Esta es la voluntad de mi Padre: que
el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el
último día” (Jn. 6, 40). Y ante la retirada de algunos de sus discípulos
por lo fuerte de sus palabras, no queda que repetir con Pedro de, “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras
de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de
Dios". Jesús continuó: "¿No soy yo, acaso, el que los eligió a
ustedes, los Doce?...” (Jn. 65-70).
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