El abandonado
(Christian Duquoc)
Se trata, ahora, del grito de Jesús en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”(Mt. 27, 46).
La hora nona, la oscuridad, y el grito de Jesús (Mt, 27, 45-46; Lc. 23,
44-46; Mc. 15, 33-34). San Lucas, San Mateo y San Marcos nos refieren esos
datos.
Cristo experimenta en primer lugar el fracaso, al verse condenado y
crucificado. Pidió que se le ahorrase ese sufrimiento. Pero no se le concedió
ningún signo de poder. Todo siguió su curso. Y así Jesús entra en el rodaje de
la historia. Con ese grito, y el cáliz del que habla en Getsemaní, es el éxito
inmediato del reino, la liberación y la superación de las desdichas de los
humildes. No es su dolor físico, sino lo que significa su muerte para todos los
que han puesto su confianza en su mesianismo. Su angustia es la de todos los
que esperan en su palabra, pero a los que decepciona porque no hace un milagro
al bajar de la cruz, para demostrar así que sí es el Mesías.
El fracaso de su predicación y su muerte, son la prueba de que el justo
no tiene apoyo, ni de Dios, porque hasta Dios lo abandona. Es la experiencia
del contenido de los salmos 22 y 31, que los sinópticos nos recogen como la
experiencia de dolor y de súplica al mismo tiempo.
Es, entonces, cuando la interpretación teológica del abandono tiene que
tener en cuenta la divergencia o la complementariedad de las narraciones
evangélicas, en la que la perspectiva de San Lucas pone de relieve la esperanza
de Jesús en Dios, su Padre: “Padre, en
tus manos pongo mi espíritu” y dicho esto expiró” (Lc. 23, 46).
Jesús, más que condenado y crucificado por los hombres, ha sido
abandonado por Dios. Se trata del juicio del Padre sobre su Hijo encarnado, sin
intervenir para liberarlo de los determinismos históricos, en medio de las
luchas humanas. De esa manera, el Padre y el Hijo se revelan al hombre sin
violentarlo. Así, Jesús, nos libera al rechazar nuestros fantasmas de lo
divino, fruto de nuestro deseo; y con ello, nos revela al Padre, se revela a sí
mismo, y al Espíritu que nos da. En eso consiste su anti-mesianismo, que no
queda abolido por la resurrección, ya que nos envía el Espíritu de libertad;
pero no nos regala el reino soñado, sino que nos invita a conformarnos con Él
en su renuncia.
Eso, justamente es, según Duquoc, la “bajada a los infiernos”.
Jesús experimenta el desamparo al conocer en su propia experiencia el
abandono de Dios, la enemistad del universo que fue, sin embargo, el dador de
la vida. Porque el “infierno” es la
amenaza, pero también la posibilidad de nuestra libertad; es la exterioridad,
pero también la interioridad. Y de lo que se habla en el Nuevo Testamento, como
la de la posibilidad del hombre: no la del hombre abandonado, sino la del
hombre que se abandona al dejar de amar la vida.
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