Los primeros 15 minutos de los 45
Había sonado ya la campana para el inicio del combate final. Ya todo
estaba a punto. Se sabían los profesores evaluadores, la hora, el día, y el
número de salón.
Se estaba donde se tenía que estar.
Se habían hecho todos los ajustes posibles. Se había leído esto, aquello
otro. Se habían tomado apuntes y notas para insistir en alguna idea que todavía
no se tenía muy precisa. Ya se había leído algo en particular, pero se volvía a
leer, con más detenimiento, para aclarar más las ideas. Las visitas a la biblioteca
se habían acrecentado más en esa semana. Se pedían prestados algunos libros que
otros compañeros tenían. Se había conversado con ellos sobre temas específicos.
La habitación estaba repleta de libros, unos abiertos y con un separador o
marcador en algunas páginas específicas donde se trataba de este o de aquel
enfoque teológico; había libros encima de la silla, sobre el escritorio, en el
piso de manera ordenada en pequeños montones, indicando que ese grupo de libros
trataba sobre un mismo tema, pero con enfoques distintos, o ahondando uno más
que otro.
Ya algunos habían pasado ese trance. A algunos les había ido muy bien. A
otros, no tanto. Todos los que ya habían dado ese paso hablaban de sus
experiencias. Y a otros, su experiencia todavía estaba en el Monte de los
Olivos. Si no se sudaba “como gotas de sangre”, según el evangelista, por lo
menos comprendían que si estaban sudando; y frío. La adrenalina estaba full…
El mismo día del examen final, de 45 en 15 por cada uno, a las 2 de la
mañana me levanté sobresaltado porque había una idea que no dominaba del todo.
Había leído muy poco al respecto, y no la tenía clara. Fui directamente al
capítulo en cuestión, en ese montón de libros del piso. Leí, sin tomar ninguna
nota, y sin hacer esquemas sobre algún papel para diagramar la idea y poder
representarla gráficamente, método que dependiendo de la memoria de cada uno, a
algunos les ayuda mucho. Ese método permite ejercitar la relación, cosa que es
muy útil en todo aprendizaje, ya que permite la comprensión y la asimilación.
Después del desayuno, los que íbamos a rendir examen final de esa
Residencia y en esa Universidad específicas, por lo menos, a las nueve de la
mañana de ese día, nos fuimos a la parada del autobús (la fermata). Íbamos un
poco ligeros de ropas, porque era el mes de julio. Algunos llevaban terciados
los bolsos donde llevaban material de estudios, para darles algunas repasaditas
en los pasillos, mientra se acercara la hora. Algunos iban hablando de esto o
de aquello sobre las diversas materias. Otros hablaban de otras cosas.
Una vez llegados a la
Universidad (la
Gregoriana ) cada cual se fue a buscar su respectivo salón.
Afuera había un grupito. Tal vez diez o quince. Los conocidos se dieron
el saludo de manos, con apretón. En la cartelera, que estaba en la parte
externa del salón, estaba la lista, donde se indicaban los alumnos, la hora y
los profesores. Cada uno miraba su reloj. Tal vez su conteo era muy rápido,
para algunos, o muy lento para otros. La adrenalina aumentaba. La puerta del
salón estaba cerrada. No se sabía si adentro había gente, o no. Nadie sabía dar
razón al respecto. La pregunta de sí ya habían llegado los profesores se hacía
de manera silenciosa. Nadie, sin embargo, los había visto.
Serían las ocho y cincuenta y ocho minutos, a apenas dos minutos para la
hora fijada. Se abrió la puerta de madera del salón. Salió un profesor. Nombró
a tres alumnos. Dimos el paso al frente y saludamos al profesor que nos
anunciaba y nos llamaba, al mismo tiempo. El profesor era un español y su
Cátedra era Eclesiología (La
Iglesia de Cristo).
Los otros dos compañeros entraron al salón. También yo, que me quedé con
el profesor que había salido a llamarnos, y con quien me dirigí hacia la parte
interna del salón. Ahí dentro, estaban los otros dos profesores que evaluarían,
cada uno sentado en un pupitre, teniendo otro pupitre en el frente para el
alumno que sería evaluado. Todos se saludaron. Todos éramos conocidos, por lo
menos nos habíamos visto en sus clases, aunque nosotros a ellos en todo un
semestre de los cuatro de toda la especialización.
Mientras nos dirigíamos, cada uno a su respectivo puesto, el profesor
Ángel Antón (el español) muy familiarmente iba conversando conmigo, y me estaba
preguntando que sí pensaba continuar los estudios (para el doctorado). De
plano, le había contestado que no. Llegamos. Nos sentamos. La metodología era
que tres alumnos, simultáneamente, serían evaluados por separado y de manera
individual por cada uno en un período de 15 minutos. Al terminar los primeros 15,
rotarían de alumno y de profesor; y así, en los otros 15 minutos finales, hasta
cumplir los 45, y con ello haber pasado por la evaluación cada alumno por los
tres profesores. Los resultados se sabrían a los dos o tres días siguientes.
Había que pasar por la secretaría a buscar la información, o había que esperar
que la notificación le llegara por correo a la propia residencia. Pero esa
segunda posibilidad aumentaría la tortura.
Todos ya estábamos sentados donde teníamos que estarlo. Y cada uno a lo
suyo. A preguntar unos, y a responder otros.
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