viernes, 8 de abril de 2016

El profesor y su método de enseñanza.. (El Cristo que he buscado)...

El profesor y su método de enseñanza



En el seminario, en las clases propiamente de teología, teníamos un profesor con su propia manera de dar las clases, que lo hacían un tanto original respecto al resto de los profesores. De esos profesores que hacen que los alumnos se enamoren de las materias que imparten. El resto, a excepción de uno que iba de otra ciudad por períodos de dos o tres meses a dar una materia de manera intensiva, entonces, no se recibía otra clase que la que éste impartía, el resto, no era más que tachados a la antigua; al extremo de algunos llegar a ser literalmente “caletreros”(al caletre); es decir, había que escribir a la hora de los exámenes hasta las comas y los puntos que aparecían en el texto de estudio; y estos eran la mayoría, y había que adaptarse a sus métodos anti-todo, y entonces en ser ellos “caletreros” hacían que los estudiantes nos convirtiéramos en “caleteros” (los que cargan los bultos en los mercados públicos), porque había que cargar con esa metodología que a todos daba fastidio, pero que había que cargar, porque no había de otra, sobre todo porque todavía se creía que inteligente era igual a memoria. Los tiempos estaban cambiando y gracias a los aportes de la psicología, también los conceptos como el de inteligente (cfr. Daniel Goleman, La inteligencia emocional, por qué es más importante que el cociente intelectual, Javier Vergara Editor, Bogotá, 1996).
Pero había excepciones. Gracias a Dios; y buenas excepciones. Por lo menos para hacer que el estudio fuese complicado y se convirtiera en retos y metas por alcanzar.
Este profesor era especialista en Sagradas Escrituras. Sus materias eran sobre los Evangelios, especialmente sobre el Evangelio de San Juan. Su método muy ágil y suelto. Llegaba y empezaba su disertación sobre los temas en cuestión. Cada alumno tomaba las notas y las ideas que le iban llamando la atención en la novedad de la frescura de lo nuevo, y después las complementaba con la lectura en los tiempos determinados en el horario para estudiar, ya yendo a la biblioteca, o ya disponiendo del material personal o de algún otro compañero, dependiendo, por supuesto de los gustos y tendencias individuales de cada alumno en esta o en cualquier otra materia. Era una fiesta de ideas nuevas las que aquel profesor arrojaba sobre el grupo de estudiantes de teología del Seminario Mayor. De entre el grupo, había un grupito de cinco alumnos que marcaba pautas, tanto en el rendimiento como en lo inquietos en querer más del aprendizaje; y en cierta manera, en exigir más de los profesores. Este grupito era un reto para muchos de los profesores, sobre todo para aquellos que se interesaban por la investigación, pues los obligaba por sobrevivencia académica, a estar leyendo y estudiando al mismo tiempo, para hacer frente a tan grande responsabilidad; mientras que para los “otros profesores”, ese grupito no era más que un grupito de “revoltosos” y algo así como “agua-fiestas” que buscaba dar la lata y fastidiar; más teniendo en cuenta que por esos tiempos estaba muy en boga lo de la “teología de la liberación”, y esas tendencias a muchos metía miedo y asustaba. Y no podía evitarse que este grupito de cinco fuese tildado de estar influenciado de esas tendencias, aunque no podía dejarse de negar que en algo fuera verdad. Pero muy lejos de la realidad. Pero ese miedo y susto lo sufrían los profesores que se limitaban a no producir ni en el más mínimo. Y, en cierta manera, ellos tampoco tenían la culpa, ya que tal como habían salido como estudiantes de teología del mismo y en el mismo Seminario Mayor, sin otra disposición que sus buenas voluntades, a veces distintas de sus capacidades y tendencias naturales, eran asignados como profesores de inmediato de sus antiguos compañeros de teología, de los que apenas habían dejado el semestre o año anterior, en el ciclo rotativo de los cuatro años de teología; pues al ser menos de cuarenta alumnos en total en teología, igual veían la misma materia uno del cuarto año como uno del primero, en la misma aula, tiempo, lugar y espacio, con tiempos históricos y biológicos distintos entre todos, pues había diferencias de edades hasta de 5 o 10 años, al ser rotativo el ciclo de los 4 años de la teología. Tampoco el sistema tenía la culpa, tal vez la vaca, porque eran las circunstancias y tenían que “arroparse hasta donde les llegara la cobija”; y la cobija daba hasta donde daba, teniendo sus consecuencias en la preparación de todos. Esa realidad tenía que llevar a unos, a los más inquietos, a ser buscadores con sus propios métodos para poder tener algún buen piso que les sustentara su sed de más, haciendo con ello la diferencia, para resaltarlos o apartarlos del resto. Cosa que era y es inevitable. Con sus resultados y consecuencias, ya que algunos pasaban a ser vistos como “los cabezas-calientes”, que no lo eran, aunque según las circunstancias, no podía ser otra la clasificación. Y cargar con ese cliché era llevar una carga pesada, doblemente pesada, tal vez.
La excepción del profesor que tenemos señalado estaba en que, entre otras cosas, le tenía sin cuidado (aparentemente, por supuesto) el que el alumno tomara o no notas de sus clases. Ni siquiera las dictaba. Era responsabilidad de cada alumno asumir su rol de alumno y de estudiante. Él, como profesor, asumía el suyo. Y muy bonito que lo asumía, al punto de hacer que muchos de sus alumnos se enamoraran de sus materias y se interesaran por ellas. Él llegaba a su clase. Empezaba el tema y lo terminaba con una soltura y dominio naturales. Citaba algunos autores, sobre los que se afianzaba y apoyaba para los temas en concreto. Cada alumno tomaba notas, y tenía que tomarlas, porque era una clase para gente universitaria. Ningún alumno se molestaba en preguntar o en pedir que repitiera lo que acababa de decir, porque no cabía la posibilidad, ya que cada cual tenía que estar en lo que estaba, en su clase. Y no se podía perder detalles. Había que estar muy atento. Eso no significaba que el profesor se negara a responder alguna que otra inquietud o planteamiento momentáneo surgido en el tema que se estuviese tratando. A veces se generaban unos diálogos de altura, lo que indicaba que el que preguntaba o intervenía había leído, o estaba en ese proceso de investigación de la temática de la materia, cosa que le servía al mismo profesor como indicativo de que no estaba arando en vano, sino que eran fructíferos su método y forma. De hecho, no se podía llegar a la siguiente clase suya, o al día siguiente, o en el día que correspondía, sin haber leído sobre el o los temas que se estaban disertando en el aula. Aquello hacía que la clase se hiciese fascinante. Y lo era.
Otra manera suya, era la hora del examen, cuando el examen era escrito directamente en la misma aula de clase. Las preguntas o quids daban para la apertura. El que había leído y había seguido su método se daba gusto porque a la hora de escribir en la hoja de examen las ideas recibidas y recicladas, según las propias capacidades individuales, se le convertía en una muy bonita experiencia intelectual, en donde parecía un diálogo de entre iguales. Daba gusto dar un examen con este profesor. Los que estaban acostumbrados al “caletre”, pasaban trabajo, porque se trataba de un ejercicio no de la memoria, sino de pensamiento, para lo que es indispensable la lectura y el estudio constante y sin tregua. Los inquietos intelectualmente disfrutaban de aquella fiesta y hermosura del aprendizaje y de la enseñanza. Valía la pena, entonces, ser estudiante, justo en ese momento, porque tenía sus recompensas inmediatas, con todas las fatigas y sacrificios que conllevaran.
La otra forma de evaluar que tenía, era que asignaba trabajos escritos. Los asignaba o en la segunda o tercera clase, cuando era un solo trabajo como evaluación, porque a veces colocaba varios trabajos consecutivos y escalonados, según él mismo iba viendo la evolución de su objetivo académico. Eso daba tiempo para que el alumno se fuera documentando bibliográficamente durante el transcurso de la materia, sobre todo, que se le fueran aclarando las ideas mientras duraba todo el semestre, ya con la ayuda de la lectura de los libros que pudiese tener a la mano, o que hubiese a disposición en la biblioteca, o que el mismo profesor le diese prestado para salir, más o menos, bien parado en esa aventura de la investigación comprendida y asimilada, que era lo que primaba, o ya que se le fueran aclarando las ideas con las clases mismas. Lo que significaba que tenía que estar al día con la lectura y con la clase. Los trabajos que mandaba a realizar eran trabajos individualizados y personalizados, de acuerdo con las tendencias e inclinaciones que el profesor veía que tenía cada alumno. Y ahí era justo. Porque no a todos les exigía de igual manera, sino de acuerdo con sus posibilidades, a cada cual le pedía y le exigía lo que cada cual podía dar. No en vano, este profesor pertenecía a una congregación de religiosos, especialistas en formación de seminarios, y por lo visto, hacía uso de ese conocimiento para saber quién podía qué y de qué forma a nivel de resultados intelectuales. Era respetuoso hasta en eso. Eso hacía otra diferencia marcada y radical.
En una de esas ocasiones, de acuerdo con las individualidades y características de cada alumno, a mi me asignó un trabajo sobre el estudio de los fariseos, en uno de los Evangelios. Iba nombrando al alumno e iba diciendo el tema que le correspondería estudiar. Mi tema era el estudio sobre los fariseos, más en concreto, los fariseos según el Evangelio de San Juan, porque la materia que se estaba estudiando era un tema concreto del Evangelio de San Juan. Y, así a cada cual le tocó su tema. El plazo para ese trabajo era de 15 días. Eso era una muestra de que teníamos que estar sobre la marcha en su materia. “O se corría, o se encaramaba”, y a esas alturas o ya se estaba encaramado, o ya se estaba corriendo…
Cumplido el lapso de tiempo cada alumno hacía entrega de su trabajo escrito a máquina y en papel tamaño carta, lo que significaba que había que saber teclear una máquina de escribir de uso en ese tiempo. Había un límite de páginas, no más de 7, si fuera menos, mejor. Él decía que el que comprende y entiende logra en pocas hojas decir lo que quiere decir. Y lo aplicaba rigurosamente.
Cada alumno hizo entrega de su trabajo en el tiempo correspondiente. Con él no había después. Era para cuando era. A la semana había que esperar los resultados en la calificación, con las respectivas anotaciones y observaciones que colocaba al pie o al final de cada trabajo. Yo me había dedicado con ahínco al tema y lo había disfrutado, con las respectivas limitaciones, por supuesto.
Mayor fue la sorpresa cuando el trabajo de más alta puntuación en esa oportunidad había resultado el mío. Todos, como sucede en esos casos, comienzan a decir y a echar broma en juego, algunas buenas, otras no tanto, pero de estímulo. En la observación había una nota de felicitación por el método y metodología usados en la investigación. Eso me crecía. El método había sido ir directamente a la fuente que era el mismo Evangelio de San Juan, y desde él, tomando y apuntando las características que el mismo evangelista iba dando de los fariseos. Había sido una lectura directa del texto, sin influencias de ningún autor. Eso le había gustado, por lo visto, al profesor.
Ese mismo día, una vez entregados de vuelta los trabajos a cada alumno, el profesor asignó otro trabajo, con las mismas características que ya tenemos dichas que aplicaba el profesor. De acuerdo con cada uno en particular. Y el tema que me asignó fue: “Las palabras de Jesús en los Evangelios”. El plazo era mayor. Un mes para ello. No había tiempo que perder.
Entregamos cada uno, en el tiempo fijado, lo que cada cual había trabajado.
Mayor fue la sorpresa cuando a la hora de la calificación, uno de los peores en puntuación, era justamente el mío. Había una nota de observación: “no investigó y no se utilizó bibliografía suficiente… el trabajo no cubre las expectativas…” El trabajo ni siquiera llegaba a la frontera del 10 sobre 20 que era la escala de la puntuación. O sea…
Sin duda que el método determinaba los resultados. Se había tratado de haber aplicado método de estudio distinto, por consiguiente, con resultados distintos. Había que utilizar fuentes bibliográficas con fuerte asentamiento histórico y exegético, y no tenía esas bases fundamentales. “No había dado pie con bola…” El método había sido el mismo que había aplicado para el trabajo anterior. En eso había estado la falta científica y seria del trabajo, porque, ahora tenía que aplicar metodología distinta y rigurosa, lo que llevaría y supondría leer mucho sobre los parámetros que hay que tener para saber diferenciar y precisar los elementos precisos que indiquen las características de las posibles palabra de Jesús en los Evangelios, porque no todo lo que aparece en ellos, atribuidos a Jesús es propiamente suyo (los famosos logion), sino elaboración cristológica (desde la fe) de cada evangelista. Sin afirmar, por otra parte, que todo pudiera ser invención. Esa es la línea altamente candente y realmente delicada por ser límite de errores, y de los que han sido necesarios juntar los métodos científico-intelectuales del estudio de la persona de Jesús y su mensaje.
Pero como su método y metodología consistía en crear y generar interés por sus materias, el tema lo he seguido estudiando, porque, con las limitaciones individuales se trata de saber cuáles fueron, en definitiva, las “palabras dichas por Jesús que aparecen en los Evangelios”. Y, con ello, establecer un acercamiento al Jesús histórico, a de la historia, al de los Evangelios, que tanto fascina y enamora.

Y que aquí continúa… porque ha quedado la inquietud y el efecto duradero de su enseñanza y metodología.

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