viernes, 8 de abril de 2016

El Jesús histórico... (El Cristo que he buscado)...

El Jesús histórico


El hecho de que no se tenga con exacta precisión la fecha del nacimiento de Jesús de Nazaret, por no tener los elementos suficientes, no significa que no sea importante precisar, todos los datos históricos que sean posibles. Se podría sostener que lo más importante es la fe en Jesús, y en que Él es el Salvador (el Mesías). Pero, hacer esa afirmación, y con ella, una división y separación de los datos de la fe de los datos de la historia, es un grave problema y un grandísimo error.
Tenía razón el profesor de Historia de la Iglesia en colocar ese tema como quid para un examen. El tema es de mucha importancia.
Por esos mismos años, 70-90, las discusiones teológicas estaban a flor de piel. Muchos insistían en la necesidad de demostrar la historicidad de los acontecimientos en el caso de Jesús, por supuesto; y otros, insistían en que lo más importante era la fe. Que había que creer a ojos cerrados, porque eso era la fe. Otros, por el contrario, se aferraban, en que la fe sin un fundamento histórico sobre Jesús, podría considerarse como la creación de una fábula o de una invención. ¿Y, si Jesús de Nazaret no existió, sino que fue un invento?
Mucha literatura apareció por esos tiempos. Unos proponían mil cosas y las sostenían como verdaderas. A nivel de novelas cada vez aparecía una con ideas que confundían. La gente devoraba esos libros con un afán de novedad y de estar al día. En las reflexiones teológicas también había división, y se generaba una especie de pugna intelectual, en donde, igualmente, algunos pensadores insistían en una “teología descendente”, y otros, en una “teología ascendente”; es decir, que había que pensar y hacer teología desde la Revelación, en el caso de una teología descendente, desde Dios (de arriba hacia abajo). Mientras que la teología ascendente era hacer teología desde el hombre concreto y real, para desde él, llegar a conocer el misterio de Dios y su revelación (desde abajo hacia arriba). Unos insistían, entonces, en la importancia y supremacía de lo revelado. Y la cristología se dividía, igualmente, en dos formas de estudiar, la ascendente y la descendente. La descendente buscaba más el aspecto divino de Jesucristo ("Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado..."); mientras que la teología ascendente buscaba destacar más su aspecto humano (nace pobre, habla en parábolas, come con pecadores...). Se llegaba a la división de los mismos Evangelios, al considerar que el evangelista San Juan y el apóstol San Pablo se fijaban más en el aspecto divino; mientras que los sinópticos, o sea, San Mateo, San Marcos y San Lucas, se fijaban más en los rasgos humanos de Jesús.
Muchos nombres de teólogos se barajaban por entonces. El citar o leer a uno, o a otro, ya era estar o a favor, o en contra de una metodología. Ya el solo hecho de nombrar a uno de cualquiera de las posturas intelectuales y de método de estudio, era pasar a ser considerado, o de avanzada, o de pensamiento cerrado. Parecería no existir el justo medio en esos tiempos. Se clasificaba indiscriminadamente, por uno o por otro.
Se despertó, sin embargo, un gran interés en la búsqueda, a pesar del estrés que en ese mientras tanto se estaba viviendo. Al punto de llegar a considerar la idea de la necesidad del cambio de las fórmulas y del contenido de las definiciones dogmáticas, como por ejemplo, la definición dogmática que había definido la persona de Jesús con dos naturalezas, la divina y la humana. A este respecto hubo sus grandes forcejeos de parte y parte. Las razones que se esgrimían era que el lenguaje utilizado en la definición obedecía a un tiempo histórico ya superado; por consiguiente, para que el hombre de los tiempos actuales pudiese entender esa definición, había que cambiar su terminología y lenguaje.
Precisamente, en ese ejemplo colocado, radica todo el centro. Jesucristo, con dos naturalezas, la divina y la humana en una misma persona. Jesucristo, Dios y hombre verdadero, como se enuncia en la adoración del Santísimo, en la experiencia de oración de la Iglesia, frente al Sacramento de la Eucaristía.
De eso se trata la experiencia de fe. Profesa la fe en Jesús, nacido de mujer (de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo), que nació en Belén de Judea (Belén, como propósito teológico), que creció en Nazaret, donde vivió hasta los treinta años; que predicó la Buena Nueva, que escogió a un grupo para enseñarle su mensaje de salvación, que fue sentenciado a muerte por el mensaje (y por designio en el proyecto del Padre, en la acción del Espíritu), y que murió en la cruz. Hasta ahí la experiencia histórica del hombre de manera inmediata. Experiencia histórica que es fundamental y de gran importancia, que sucedió “en tiempos de Poncio Pilatos”. Y que “resucitó”, como dice el credo (y que es la doctrina de San Pablo), “según las Escrituras”, porque así estaba proyectado en el plan de Salvación (el sentido global de la Escritura y a la que hay que leer en su sentido completo, y no parcial), siendo el primero. Siendo la Iglesia, la comunidad de creyentes en la resurrección y los partícipes de esa experiencia, la que profesa y proclama al mundo esa verdad de fe, con referencia a un hecho histórico, del que no puede prescindir jamás, ni como intento, so pretexto de actualidad y modernismo.
La fe es en Jesús (histórico) que es el Mesías (el Salvador, el Cristo). Esa verdad está en la significación de la experiencia en la historia, desde el mismo comienzo, en la verdad única e indisoluble de “Jesucristo”, Dios y hombre verdadero.

Y ese es el tema de la “Cristología”.

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