viernes, 8 de abril de 2016

Prólogo del autor... (El Cristo que he buscado)...

Prólogo del autor


En el rito de la ordenación sacerdotal, el Obispo dice a los nuevos sacerdotes:

Por eso, vosotros, queridos hijos, que ahora seréis consagrados presbíteros, debéis cumplir el ministerio de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Anunciad a todos los hombres la palabra de Dios que vosotros mismos habéis recibido con alegría. Meditad la ley del Señor, creed lo que leéis, enseñad lo que creéis y practicad lo que enseñáis. Que vuestra doctrina sea un alimento sustancioso para el pueblo de Dios; que la fragancia espiritual de vuestra vida sea motivo de regocijo para todos los cristianos, a fin de que con la palabra y el ejemplo construyáis ese edificio viviente que es la Iglesia de Dios” (Ritual de la Ordenación de Presbíteros, en Ritual de los Sacramentos).

Es una tarea y una invitación de estar siempre aprendiendo de la Palabra de Dios. Se trata de una constante búsqueda, que no acaba con la formación en el Seminario, ni con la imposición de las manos del Obispo. Igualmente, se trata de escudriñar la Palabra de Dios, que es alimento, primero para el que tiene la grande responsabilidad de hacer que su comunidad, a la que haya sido encomendado, se enamore de esa misma Palabra, que es una fuente inagotable; y después, para despertar en esa misma comunidad una sed de búsqueda y de encuentro.
Ese compromiso lleva a una constante relectura de la Palabra para aplicarla a las distintas circunstancias de la vida, pues cada vez el mismo relato bíblico, sobre todo los evangelios, nos dice cosas nuevas no descubiertas en la lectura anterior, por la sencilla razón del cambio de las circunstancias y momentos concretos de nuestras vidas. Como todo cambia, y nunca el agua del mismo río es la misma, a pesar de ser siempre el mismo río con su cauce; de la misma manera, todo cambia de un momento a otro, y de un instante al siguiente; y nunca el mismo texto nos dice siempre lo mismo en la novedad del encuentro y hallazgo en eterno ciclo, sino que cada vez nos lleva a re-descubrir cosas nuevas, para dar sentido a esa misma Palabra y a ese mismo momento distinto de otro. Esta verdad vivida y aplicada nos lleva siempre a estar enamorados de la Palabra de Dios y de su maravilloso misterio. Al fin y al cabo es lo que se señala en la primera lectura del domingo XV del tiempo ordinario, ciclo A, cuando el profeta Isaías dice, que ― como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié (Is. 55, 10-11). Algún fruto y cambio produce su palabra. Eso mismo nos lleva a un maravilloso cambio y transformación; de manera, que se podría decir que no somos el mismo de ayer, porque acumulamos experiencia y saber que nos transforma. Y en esa transformación tiene un papel muy importante la Palabra de Dios, que precisamente por ser escuchada y repetida, nos lleva a nuevos encuentros interiores y a mayores profundizaciones, para ir sensibilizándonos en las cosas del espíritu.
Hace ya 25 años de mi ordenación sacerdotal, y en la celebración de las Bodas de Plata sacerdotales (el 13 de septiembre de 2011), es oportuno mirar atrás con sentido de historia enriquecida, y comprender el hoy continuado, con esperanzas del mañana en continuidad en la fidelidad. Las cosas en algo han cambiado. No solamente los años y sus acumulaciones. Pues, ayer nos iluminaba de una manera el Evangelio; y hoy nos ilumina de la misma manera, pero con nuevas insinuaciones en progreso. Ayer el Espíritu nos insinuaba lo que hoy se comprende de una manera más clara, siempre en conexión y en la misma línea de comprensión.
En ese sentido, este libro pretende recoger, a grandes rasgos, esa maravillosa experiencia de la búsqueda y del encuentro, de ayer en conexión con el eterno presente de la historia que nos lleva a cambios interiores, desde la experiencia de la insinuación e intuición, y que, igualmente, nos lleva a redescubrir la fascinación y el encanto del inicio, mantenido a través de los años, en la fidelidad, con sus vaivenes de la historia como es lógico de cada circunstancia temporal. Este libro, igualmente, es un pequeño tratado de Cristología, desde la experiencia personal, como siempre ha sido toda cristología posible, como son prueba de ellos los mismos Evangelios en su manera individual y en su conjunto. Porque cada respuesta a la pregunta de Cristo de “¿Quién dice la gente que soy yo?” (cfr. Lc. 9-18-21), exige una respuesta, igualmente, individual. Pues puede responderse que tal vez sea un profeta más, o puede repetirse la respuesta del colectivo, como respondieron los mismos apóstoles, con la experiencia de un tercero al decir que ― algunos dicen… Pero la respuesta es individual y personal, como señala el mismo evangelista en la insistencia de Jesús, al reiterar y precisar que era para ellos la pregunta: "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?". Y después de la respuesta de Pedro, de inmediato, aparece el tema de que tiene que padecer mucho y ser entregado… y morir… (cfr. Lc. 9, 22; Mt. 16,21; Mc. 8,31). Porque la respuesta de Pedro, como elaboración comprendida por el pueblo como su autor originario (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret), no olvida que esa respuesta implica la cruz donde Jesús tiene que colgar para la Salvación. Es una respuesta personalizada, y, por consiguiente, única, como única es la persona que tiene el encuentro con esa experiencia del Cristo-Jesús. Pero necesita, igualmente, la dependencia de la experiencia de la comunidad (la Ekklesia) que relee y reinterpreta en constante enriquecimiento las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret, en clave de la dimensión de la fe. Sin dejar de lado la historia real (Factum historicum) en la experiencia del Encarnado (et incarnatus est), pues con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.

Este libro está totalmente apegado al Magisterio de la Iglesia, y no se separa para nada de él. Anima mucho los aportes que hace Joseph Ratzinger (habla como teólogo y no como la voz del Magisterio de la Iglesia, como el Papa (cfr. libro ya citado, p. 20) en su obra Jesús de Nazaret (tomo I y tomo II) en este recorrido personal, que es de por sí un granito en la comprensión de la Cristología de la Iglesia de todos los tiempos. Este libro debe verse como un acercamiento a la comprensión en la respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús ("Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?"), con la diferencia de los tiempos y la distancias históricas de los acontecimientos. Pero con la marcada insistencia de ser una y única y personal la respuesta, porque es de un tú a tú de un diálogo cara a cara con el Señor, que es el Mesías, que vivió y vive, ayer, hoy y siempre. Es, entonces, en donde este libro hace un aporte y una posible ayuda para el lector, en esa su misma respuesta individualizada y personalizada al mismo que le está preguntando lo mismo que siempre ha preguntado a los hombres y mujeres de todos los tiempos. De ahí la vigencia de Cristo, en la igual experiencia del tú a tú, del que pregunta y del que responde en estrecha conexión de diálogo; pero con la consecuente lógica de morir en la cruz, si la respuesta es la verdadera, como lo fuera entonces la de Pedro, con su inquebrantable alabanza por parte de Jesús (cfr. Mt. 16, 17); pero con su respectiva refriega y llamada de atención de Jesús al mismo Pedro, ante la no comprensión de que la meta era la cruz, cuando Pedro se lo lleva aparte para ― reprenderlo y convencerlo de que nada de Cruz, ni muchos menos Jerusalén (cfr. Mc. 8, 31). Y de inmediato la condición para seguirlo: ― el que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día, y sígame (cfr. Lc. 9, 23-28). 

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