Prólogo
del autor
En el rito de la ordenación sacerdotal, el Obispo dice a los nuevos
sacerdotes:
“Por eso, vosotros, queridos
hijos, que ahora seréis consagrados presbíteros, debéis cumplir el ministerio
de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Anunciad a todos los hombres la
palabra de Dios que vosotros mismos habéis recibido con alegría. Meditad la ley
del Señor, creed lo que leéis, enseñad lo que creéis y practicad lo que
enseñáis. Que vuestra doctrina sea un alimento sustancioso para el pueblo de
Dios; que la fragancia espiritual de vuestra vida sea motivo de regocijo para
todos los cristianos, a fin de que con la palabra y el ejemplo construyáis ese
edificio viviente que es la
Iglesia de Dios” (Ritual de la Ordenación de
Presbíteros, en Ritual de los Sacramentos).
Es una tarea y una invitación de estar siempre aprendiendo de la Palabra de Dios. Se trata
de una constante búsqueda, que no acaba con la formación en el Seminario, ni
con la imposición de las manos del Obispo. Igualmente, se trata de escudriñar la Palabra de Dios, que es
alimento, primero para el que tiene la grande responsabilidad de hacer que su
comunidad, a la que haya sido encomendado, se enamore de esa misma Palabra, que
es una fuente inagotable; y después, para despertar en esa misma comunidad una
sed de búsqueda y de encuentro.
Ese compromiso lleva a una constante relectura de la Palabra para aplicarla a
las distintas circunstancias de la vida, pues cada vez el mismo relato bíblico,
sobre todo los evangelios, nos dice cosas nuevas no descubiertas en la lectura
anterior, por la sencilla razón del cambio de las circunstancias y momentos
concretos de nuestras vidas. Como todo cambia, y nunca el agua del mismo río es
la misma, a pesar de ser siempre el mismo río con su cauce; de la misma manera,
todo cambia de un momento a otro, y de un instante al siguiente; y nunca el
mismo texto nos dice siempre lo mismo en la novedad del encuentro y hallazgo en
eterno ciclo, sino que cada vez nos lleva a re-descubrir cosas nuevas, para dar
sentido a esa misma Palabra y a ese mismo momento distinto de otro. Esta verdad
vivida y aplicada nos lleva siempre a estar enamorados de la Palabra de Dios y de su
maravilloso misterio. Al fin y al cabo es lo que se señala en la primera
lectura del domingo XV del tiempo ordinario, ciclo A, cuando el profeta Isaías
dice, que ― como descienden la lluvia y
la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la
fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para
comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío,
sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié
(Is. 55, 10-11). Algún fruto y cambio produce su palabra. Eso mismo nos lleva a
un maravilloso cambio y transformación; de manera, que se podría decir que no
somos el mismo de ayer, porque acumulamos experiencia y saber que nos
transforma. Y en esa transformación tiene un papel muy importante la Palabra de Dios, que
precisamente por ser escuchada y repetida, nos lleva a nuevos encuentros
interiores y a mayores profundizaciones, para ir sensibilizándonos en las cosas
del espíritu.
Hace ya 25 años de mi ordenación sacerdotal, y en la celebración de las
Bodas de Plata sacerdotales (el 13 de septiembre de 2011), es oportuno mirar
atrás con sentido de historia enriquecida, y comprender el hoy continuado, con
esperanzas del mañana en continuidad en la fidelidad. Las cosas en algo han
cambiado. No solamente los años y sus acumulaciones. Pues, ayer nos iluminaba
de una manera el Evangelio; y hoy nos ilumina de la misma manera, pero con
nuevas insinuaciones en progreso. Ayer el Espíritu nos insinuaba lo que hoy se
comprende de una manera más clara, siempre en conexión y en la misma línea de
comprensión.
En ese sentido, este libro pretende recoger, a grandes rasgos, esa
maravillosa experiencia de la búsqueda y del encuentro, de ayer en conexión con
el eterno presente de la historia que nos lleva a cambios interiores, desde la
experiencia de la insinuación e intuición, y que, igualmente, nos lleva a
redescubrir la fascinación y el encanto del inicio, mantenido a través de los
años, en la fidelidad, con sus vaivenes de la historia como es lógico de cada
circunstancia temporal. Este libro, igualmente, es un pequeño tratado de
Cristología, desde la experiencia personal, como siempre ha sido toda
cristología posible, como son prueba de ellos los mismos Evangelios en su
manera individual y en su conjunto. Porque cada respuesta a la pregunta de
Cristo de “¿Quién dice la gente que soy
yo?” (cfr. Lc. 9-18-21), exige una respuesta, igualmente, individual. Pues
puede responderse que tal vez sea un profeta más, o puede repetirse la
respuesta del colectivo, como respondieron los mismos apóstoles, con la
experiencia de un tercero al decir que ― algunos dicen… Pero la respuesta es
individual y personal, como señala el mismo evangelista en la insistencia de
Jesús, al reiterar y precisar que era para ellos la pregunta: "Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que
soy yo?". Y después de la respuesta de Pedro, de inmediato, aparece el
tema de que tiene que padecer mucho y ser entregado… y morir… (cfr. Lc. 9, 22;
Mt. 16,21; Mc. 8,31). Porque la respuesta de Pedro, como elaboración
comprendida por el pueblo como su autor originario (cfr. J. Ratzinger, Jesús de
Nazaret), no olvida que esa respuesta implica la cruz donde Jesús tiene que
colgar para la
Salvación. Es una respuesta personalizada, y, por
consiguiente, única, como única es la persona que tiene el encuentro con esa
experiencia del Cristo-Jesús. Pero necesita, igualmente, la dependencia de la
experiencia de la comunidad (la
Ekklesia ) que relee y reinterpreta en constante
enriquecimiento las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret, en clave de la
dimensión de la fe. Sin dejar de lado la historia real (Factum historicum) en
la experiencia del Encarnado (et incarnatus est), pues con estas palabras
profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real.
Este libro está totalmente apegado al Magisterio de la Iglesia , y no se separa
para nada de él. Anima mucho los aportes que hace Joseph Ratzinger (habla como
teólogo y no como la voz del Magisterio de la Iglesia , como el Papa
(cfr. libro ya citado, p. 20) en su obra Jesús de Nazaret (tomo I y tomo II) en
este recorrido personal, que es de por sí un granito en la comprensión de la Cristología de la Iglesia de todos los
tiempos. Este libro debe verse como un acercamiento a la comprensión en la
respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús ("Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?"), con la
diferencia de los tiempos y la distancias históricas de los acontecimientos.
Pero con la marcada insistencia de ser una y única y personal la respuesta,
porque es de un tú a tú de un diálogo cara a cara con el Señor, que es el
Mesías, que vivió y vive, ayer, hoy y siempre. Es, entonces, en donde este
libro hace un aporte y una posible ayuda para el lector, en esa su misma
respuesta individualizada y personalizada al mismo que le está preguntando lo
mismo que siempre ha preguntado a los hombres y mujeres de todos los tiempos.
De ahí la vigencia de Cristo, en la igual experiencia del tú a tú, del que
pregunta y del que responde en estrecha conexión de diálogo; pero con la
consecuente lógica de morir en la cruz, si la respuesta es la verdadera, como
lo fuera entonces la de Pedro, con su inquebrantable alabanza por parte de
Jesús (cfr. Mt. 16, 17); pero con su respectiva refriega y llamada de atención
de Jesús al mismo Pedro, ante la no comprensión de que la meta era la cruz,
cuando Pedro se lo lleva aparte para ― reprenderlo y convencerlo de que nada de
Cruz, ni muchos menos Jerusalén (cfr. Mc. 8, 31). Y de inmediato la condición
para seguirlo: ― el que quiera seguirme,
niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día, y sígame (cfr. Lc. 9,
23-28).
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