La Madre
de Jesucristo
(Encíclica
Redemptoris Mater)
Históricamente, a
nivel de la Revelación ,
la Trinidad
se completa en María de Nazaret, la
Virgen , la esposa de José. La Madre del Redentor tiene su
lugar en el plan de salvación, al tener un papel de mucha importancia en el
ministerio de Cristo, primero, y con su presencia en la vida de la Iglesia , después.
Ese es el
significado de la expresión “al llegar la
plenitud de los tiempos”. “Porque «al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación
adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6). Es
«la Palabra
que estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,
1. 14), haciéndose nuestro hermano. Plenitud de los tiempos que es «tiempo de salvación», por obra del
Espíritu al hacer que hace que el eterno entre en el tiempo, y así el tiempo es
redimido, para marcar el comienzo del camino de la Iglesia , que confortada
por la presencia de Cristo (cfr. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la
consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. En este camino
está el itinerario realizado por la Virgen María , que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la Cruz »
(Lumen gentium, 58 ).
En la Anunciación , María se
ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su
mensajero y prestando «el homenaje del
entendimiento y de la voluntad». Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta
respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre»
y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio
de sus dones». Es por la fe que María ha pronunciado su fiat a la propuesta
del ángel. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y «se consagró totalmente a sí misma, cual
esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo».
La fe de María
puede paragonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol «nuestro padre en la fe» (cfr. Rom 4,
12). En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham
constituye el comienzo de la
Antigua Alianza ; la fe de María en la anunciación da comienzo
a la Nueva Alianza.
Como Abraham «esperando contra toda
esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (cfr. Rom 4, 18),
así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su
condición de virgen («¿cómo será esto,
puesto que no conozco varón?»), creyó que por el poder del Altísimo, por
obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del
ángel: «el que ha de nacer será santo y
será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Desde el primer momento, María
profesa sobre todo «la obediencia de la
fe», abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación,
daba aquel del cual provenían: Dios mismo, y que se confirman, como en una
especie de segundo anuncio a María en
las palabras de Simeón, cuando la presentación del Niño en el Templo: «Este está puesto para caída y elevación de
muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones»; y añade con referencia
directa a María: “y a ti misma una espada
te atravesará el alma” (Lc 2, 34-35). María por medio de la fe se convierte
así en la primera de aquellos «pequeños»,
de los que Jesús dirá: «Padre ... has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños»
(Mt 11, 25). Pues «nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María «conocer al Hijo»? Ciertamente no lo
conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a quienes el
Padre «lo ha querido revelar» (cfr.
Mt 11, 26-27; 1 Cor 2, 11). María, la
Madre , está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente
en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de
todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego
durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51; Mt, 13, 55). La vida de María está
«oculta con Cristo en Dios» (cfr. Col
3, 3), por medio de la fe.
Con María-Virgen es
el inicio de la Nueva
Alianza ; es decir es el comienzo del Evangelio, o sea de la
buena y agradable nueva. De este modo María, permaneció en intimidad con el
misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a medida que Jesús «progresaba en sabiduría ... en gracia ante
Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52), para convertirse, así, en la primera
entre las criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo, que con José
vivía en la casa de Nazaret, «avanzando
en la peregrinación de la fe», (cfr. Mc 3, 21,35); que completa su camino cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cfr. Jn
19, 25), uniéndose a Él en su despojamiento y en ese misterio (cfr. Flp 2,
5-8). Por medio de la fe la
Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte
redentora, cumpliéndose en ella las palabras dirigidas por Simeón «¡y a ti misma una espada te atravesará el
alma!». Y, así, «El nudo de la
desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la
virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (Lumen
Pentium, 56, citando a San Ireneo y a los Padres de la Iglesia ), para hacer
presente a los hombres el misterio de Cristo. Así, mediante el misterio del
Hijo, se aclara también el misterio de la Madre. Pero se
convierte desde el mismo momento del anuncio del ángel, y después en su vida en
Nazaret, en la primera «discípula» de
su Hijo, la primera a la cual parecía decir: «Sígueme» antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a
cualquier otra persona (cfr. Jn 1, 43). Llamado que se completa en las palabras
de Jesús en la cruz, al llamarla “Mujer”,
como en las Bodas de Caná; y llamada, igualmente, en el libro del Génesis en la
sentencia de que del «linaje de la mujer
pisará la cabeza de la serpiente» (cfr. Gén 3, 15; cfr. Jn 2, 4), pero con
la nueva continuidad en su misión en la Iglesia al final de la historia de la salvación
(cfr. Apocalipsis 12, 1), con la nueva llamada del Hijo en la cruz, en “Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego
dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 25-27). Y esta «nueva maternidad de María», engendrada
por la fe, es fruto del «nuevo» amor,
que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz , por medio de su participación en el amor
redentor del Hijo, y encuentra una «nueva»
continuación en la Iglesia
y a través de la Iglesia.
Así , en ambos casos, su presencia discreta, pero esencial,
indica el camino del «nacimiento del
Espíritu». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se
hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el
misterio de la
Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como
indican las palabras pronunciadas en la
Cruz : «Mujer, ahí
tienes a tu hijo»; « ahí tienes a tu
madre».
Desde entonces, en
esa peregrinación eclesial— a través del espacio y del tiempo, María está presente, como la que es «feliz porque ha creído», como la que
avanzaba «en la peregrinación de la fe»,
participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo, siendo como
un «espejo», donde se reflejan del
modo más profundo y claro «las maravillas
de Dios» (Hch 2, 11). La
Iglesia , por tanto, desde el primer momento, «miró» a María, a través de Jesús, como «miró» a Jesús a través de María. Ella
fue para la Iglesia
de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de
Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 19;
cfr. Lc 2, 51); para «contemplarla a la
luz del Verbo hecho hombre». María pertenece indisolublemente al misterio
de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo,
desde el día de su nacimiento. Todos aquellos que, a lo largo de las
generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de
aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María,
que se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en camino.
Sin María no
hubiera sido posible la
Encarnación. Y sin la Encarnación no hubiese sido posible el misterio
de la Redención
del Hijo en la cruz. Encarnación y Redención van unidos y no se pueden separar.
El tratado y el
estudio de María-Virgen es un capítulo de la Cristología , que a su
vez es un tratado y un tema de la Teología Dogmática.
No puede faltar en un estudio cristológico un apartado sobre la importancia que
tiene la Virgen-Madre
de Nazaret en la historia de la
Salvación.
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