viernes, 8 de abril de 2016

La Madre de Jesucristo (Encíclica Redemptoris Mater)... (El Cristo que he buscado)...

La Madre de Jesucristo

(Encíclica Redemptoris Mater)

Históricamente, a nivel de la Revelación, la Trinidad se completa en María de Nazaret, la Virgen, la esposa de José. La Madre del Redentor tiene su lugar en el plan de salvación, al tener un papel de mucha importancia en el ministerio de Cristo, primero, y con su presencia en la vida de la Iglesia, después.
Ese es el significado de la expresión “al llegar la plenitud de los tiempos”.  “Porque «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6). Es «la Palabra que estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Plenitud de los tiempos que es «tiempo de salvación», por obra del Espíritu al hacer que hace que el eterno entre en el tiempo, y así el tiempo es redimido, para marcar el comienzo del camino de la Iglesia, que confortada por la presencia de Cristo (cfr. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. En este camino está el itinerario realizado por la Virgen María, que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz» (Lumen gentium, 58 ).
En la Anunciación, María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad». Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones». Es por la fe que María ha pronunciado su fiat a la propuesta del ángel. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y «se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo».
La fe de María puede paragonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol «nuestro padre en la fe» (cfr. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (cfr. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen («¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?»), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: «el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Desde el primer momento, María profesa sobre todo «la obediencia de la fe», abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo, y que se confirman, como en una especie de segundo anuncio a María en las palabras de Simeón, cuando la presentación del Niño en el Templo: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones»; y añade con referencia directa a María: “y a ti misma una espada te atravesará el alma” (Lc 2, 34-35). María por medio de la fe se convierte así en la primera de aquellos «pequeños», de los que Jesús dirá: «Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25). Pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María «conocer al Hijo»? Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a quienes el Padre «lo ha querido revelar» (cfr. Mt 11, 26-27; 1 Cor 2, 11). María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51; Mt, 13, 55). La vida de María está «oculta con Cristo en Dios» (cfr. Col 3, 3), por medio de la fe.
Con María-Virgen es el inicio de la Nueva Alianza; es decir es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. De este modo María, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a medida que Jesús «progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52), para convertirse, así, en la primera entre las criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo, que con José vivía en la casa de Nazaret, «avanzando en la peregrinación de la fe», (cfr. Mc 3, 21,35); que completa su camino cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cfr. Jn 19, 25), uniéndose a Él en su despojamiento y en ese misterio (cfr. Flp 2, 5-8). Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora, cumpliéndose en ella las palabras dirigidas por Simeón «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!». Y, así, «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (Lumen Pentium, 56, citando a San Ireneo y a los Padres de la Iglesia), para hacer presente a los hombres el misterio de Cristo. Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre. Pero se convierte desde el mismo momento del anuncio del ángel, y después en su vida en Nazaret, en la primera «discípula» de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: «Sígueme» antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cfr. Jn 1, 43). Llamado que se completa en las palabras de Jesús en la cruz, al llamarla “Mujer”, como en las Bodas de Caná; y llamada, igualmente, en el libro del Génesis en la sentencia de que del «linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente» (cfr. Gén 3, 15; cfr. Jn 2, 4), pero con la nueva continuidad en su misión en la Iglesia al final de la historia de la salvación (cfr. Apocalipsis 12, 1), con la nueva llamada del Hijo en la cruz, en “Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 25-27). Y esta «nueva maternidad de María», engendrada por la fe, es fruto del «nuevo» amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo, y encuentra una «nueva» continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia. Así, en ambos casos, su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del «nacimiento del Espíritu». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; « ahí tienes a tu madre».
Desde entonces, en esa peregrinación eclesial— a través del espacio y del tiempo,  María está presente, como la que es «feliz porque ha creído», como la que avanzaba «en la peregrinación de la fe», participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo, siendo como un «espejo», donde se reflejan del modo más profundo y claro «las maravillas de Dios» (Hch 2, 11). La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, «miró» a María, a través de Jesús, como «miró» a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 19; cfr. Lc 2, 51); para «contemplarla a la luz del Verbo hecho hombre». María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María, que se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en camino.
Sin María no hubiera sido posible la Encarnación. Y sin la Encarnación no hubiese sido posible el misterio de la Redención del Hijo en la cruz. Encarnación y Redención van unidos y no se pueden separar.

El tratado y el estudio de María-Virgen es un capítulo de la Cristología, que a su vez es un tratado y un tema de la Teología Dogmática. No puede faltar en un estudio cristológico un apartado sobre la importancia que tiene la Virgen-Madre de Nazaret en la historia de la Salvación.

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