viernes, 8 de abril de 2016

Galilea y algunos datos... (El Cristo que he busado)...

Galilea y algunos datos



El dogma de la fe de la Iglesia, dice: “Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor. Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”.
Ya en esa misma confesión de la Iglesia están implícitas las dos verdades de la fe. Por una parte, está afirmando que Jesús es el Cristo, y por otra, está haciendo una referencia histórica comprobable al decir que “nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”. Estas dos verdades están unidas y no se pueden separar. Desde la fe, se anuncia y proclama la fe en la resurrección y en el Resucitado. Y desde la historia se precisa que fue en “tiempos de Poncio Pilato”.
Esos dos datos aparecen en los Evangelios canónicos (Lucas, Marcos, Mateo y Juan), que son las fuentes fidedignas, y de las que se tiene que partir para todo posible estudio sobre Jesús. No se niega que las otras fuentes ayudan, pero son aportes y no soportes, como la fuente Q, el evangelio de Tomás, el evangelio de Pedro, los papiros de Egerton y de Oxirrinco, el evangelio secreto de Marcos, los evangelios judeocristianos (el de los Nazarenos, el de los Hechos y el de los Ebionitas), algunos manuscritos, algunas cartas de San Pablo y de San Pedro, y los Padres de la Iglesia. Sobre todo en el afán de intentar precisar cuáles han sido las palabras de Jesús, no en el sentido de su interpretación, ni de su mensaje y doctrina, a las que San Pablo, San Pedro y los Padres de la Iglesia han sido fieles, sino a las palabras dichas y tomadas como dichas literalmente por el propio Jesús. Eso en cuanto a las fuentes cristianas.
En cuanto a las fuentes no cristianas, se tienen que dividir en varias. Por un lado, están las fuentes judías, que son la de Flavio Josefo, un historiador judío que nació en el año 37 después de Cristo, y que aporta muchos elementos de gran utilidad sobre el judaísmo del siglo primero después de Cristo, y algunos datos sobre Jesús de Nazaret. Sus obras son “La guerra judía”, y “Antigüedades judías”. De esta última se toma el famoso Testimonio Flavianum, como prueba histórica de un historiador judío sobre la existencia de Jesús, “hombre sabio… que llevó a cabo hechos sorprendentes, un maestro de personas que acogen con agrado lo que es cierto…”. Flavio Josefo habla de Jesús sin mostrarse contrario a los cristianos. La otra fuente judía es la de los escritos rabínicos, que por el contrario, lo hacen desde el rechazo y el silencio, al punto de no aparecer nada sobre Jesús, ni en la Misná, que es la parte central del Talmud, ni en la Tosefta; aunque algo aparece en la Guemara (una parte del Talmud añadida a la Misná), posiblemente proveniente del siglo primeroI. La otra serie de fuentes, son las fuentes romanas, siendo las más importantes la de Tácito, la de Suetonio, y Plinio el Joven. Otras fuentes son la helenística (la de Mara y la de Luciano), y las fuentes islámicas, especialmente el Corán.
La postura de los últimos tiempos de los estudiosos está en que no se puede separar a Jesús, ni del judaísmo, del que era un heredero de su cultura, donde nació, creció y se formó; como tampoco se puede separar del cristianismo antiguo, como la comunidad que recibe el impacto de su figura y de su mensaje. Sin uno, y sin otro. Sino los dos juntos. En el primer caso se trata de aplicar el principio de continuidad, porque Jesús era un judío de la época que asistió a la Sinagoga, y fue educado en la tradición de sus mayores. En el segundo caso, se trata de aplicar el principio de la discontinuidad, ya que es una nueva comunidad creativa de creyentes entre Jesús y la comunidad cristiana del siglo primero, de la que surgen los cuatro evangelios canónicos. Sin esos fundamentos podemos tener como resultado a un Jesús sin ninguna raíz social, cultural, histórica. Eso sería tener a una persona extra-todo, fuera de todo posible contexto. Sin un antes, y sin un después. Y eso no es. Todo lo contrario. La conjunción de esas dos se llama “criterio de plausibilidad histórica”, para comprender, por ejemplo, que Jesús iba a la sinagoga en sábado, en el día del reposo, donde escucha la lectura de la Escritura y, eventualmente, predica (Mc. 6, 2; Lc. 4, 16); pero que sorprende por su modo de actuar porque, por otra parte, no respeta el día sábado, al curar enfermos, a pesar de la oposición de los fariseos (Mc. 3, 1-6; Lc. 14, 1-6). En ese dato hay una continuidad, porque respetaba el día sábado; y con ello se ve la proximidad de Jesús al judaísmo de su época; pero, hay una discontinuidad, porque hay un distanciamiento con esa misma costumbre, de la que Él mismo es heredero y respetuoso, e irrespetuoso, al mismo tiempo. La aplicación del “criterio de plausibilidad histórica”, ayuda a tener una visión integradora de Jesús, más allá de la ambigüedad y de la indefinición. Y esto permite hacernos una idea de un Jesús vigoroso y singular.
Todas estas metodologías y su aplicación no puede alejarnos, sin embargo, de lo que debe ser primordial, que quien quiera entender los Evangelios, tiene que entender la Escritura en el espíritu en que ha sido escrita, y debe considerar el contenido y la unidad de toda la Biblia. De hecho, la exegesis moderna ha mostrado que las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relectura cada vez nuevas. Ese es el gran aporte de la nueva “exégesis canónica”, que propone la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad, y no se opone para nada al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de una manera organizada y lo convierte en verdadera teología. Reconociendo, igualmente, que el autor o grupo de autores de los libros de la Escritura, no son escritores independientes, sino que forman parte del sujeto común “pueblo de Dios”. Es decir, que hablan a partir de esa experiencia de pueblo de Dios, y hacia ese mismo pueblo se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo “autor” de las Escrituras. Precisamente, porque obedece a un tiempo y espacio dinámicos de cada comunidad, en donde, justamente, surgen y evoluciona cada libro en particular, en inspiración del Espíritu como verdad revelada y en conexión estrecha en esa misma unidad. Esto lleva a re-leer cada libro o texto escogido en relación con toda la unidad de la Escritura, porque se trata de un mismo bloque unido, en donde todo converge, hacia la Palabra hecha carne; es decir, Cristo (cfr. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Primera parte, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Editorial Planeta Colombiana, S. A., 2007, pp. 7-21).
De todo esto se induce a precisar, entre otras cosas, que Jesús tuvo un tiempo y un espacio concretos en la historia. Un contexto social y geográfico, histórico y religioso en el que vivió, actuó y murió.
Este contexto geográfico es Galilea, cuya capital era en un tiempo Séforis, y después Tiberiades. No pareciera haber ninguna relación de Jesús con estas dos ciudades, ya que no aparecen mencionadas en los Evangelios, en cuanto a alguna actividad de Jesús en ellas, ni como de visita o algo parecido. Hay otras tres ciudades de Galilea, que sí aparecen mencionadas en los Evangelios, en relación con Jesús, siendo ellas, Nazaret, Cafarnaúm y Betsaida.
Galilea era un territorio agrícola y de pesca, con una distribución mixta de las propiedades. Los grandes cultivos eran sobre todo los viñedos, los olivos y el grano. Muchos propietarios de hacienda vivían fuera de Galilea, y tenían administradores que las atendían. El gran problema económico de sus habitantes eran los impuestos.
Nazaret era una ciudad pequeña. Sus habitantes en su mayoría eran campesinos o pastores. Cafarnaúm era más grande que la capital, Jerusalén. Los habitantes de Cafarnaúm eran pescadores y campesinos. Betsaida estaba situada cerca del lago, cerca del río Jordán. Las casas de Betsaida eran mejores que las de Cafarnaúm, que a su vez eran mejor las de Cafarnaúm que las de Nazaret. Betsaida, de entre las tres, era la más importante por su actividad comercial, al tener manufacturas de pescado.
La lengua que hablaban los judíos-galileos era el arameo, con una entonación que los caracterizaba, según el mismo Evangelio de San Mateo (26, 73), cuando identifican a Pedro, en Jerusalén, al decirle “¡Ciertamente, tú también eres de ellos, pues además tu misma habla [galilea] te descubre! La segunda lengua que se hablaba en Galilea era el griego, y era la lengua de los que dominaban; es decir, de la administración romana y del comercio. La tercera lengua era el hebreo, que era la lengua propiamente de la religión judía, de la Biblia y de la oración. Todos los judíos rezaban de memoria en lengua hebrea, de manera que la lengua litúrgica del judío era el hebreo, lengua en la que se leía las Escrituras, y en la que los rabinos enseñaban a sus alumnos. La otra lengua era el latín. Pero éste se hablaba sólo entre los gobernadores romanos residentes en Cesarea, la capital romana de Judea, además de ser la lengua oficial de la legión romana.
Jerusalén era la ciudad santa del judaísmo. Era el corazón del pueblo judío y de su religión. Ir a Jerusalén era la máxima experiencia de la identidad judía. Jerusalén representaba la promesa y el designio de Dios. Allí se tenían que cumplir todas las Escrituras. Toda la actividad económica de Jerusalén giraba alrededor del tempo, que generaba una gran actividad comercial, por los servicios que se prestaban para el culto y la liturgia judía. Eso implicaba instalaciones para acoger a los peregrinos, todas las obras y edificios destinados a la venta de animales para los sacrificios, las mesas de cambio de moneda (una especie de ofi-cambio), y todos las demás formas para garantizar el culto en el templo, hacía que el templo fuera una institución de gran potencial económico en Jerusalén. Todo alrededor de la Ley judía.
La Ley judía se resumía, entre otras cosas y mandatos, en el reconocimiento de Dios, creador y perfecto; el respeto absoluto hacia los padres, la fidelidad conyugal en el matrimonio monogámico, la prohibición de abortar, la solicitud por enterrar a los muertos, la ayuda a los necesitados, la oración y el ayuno, la acogida de los no judíos que mostraban interés por la Ley, los sacrificios en el templo, las prácticas de purificación ritual en relación a las comidas, la sexualidad, el contacto con los cadáveres y otras personas (como los leprosos, la mujer en su menstruación, la recién parida) o cosas no puras. Todo lo legislaba en los cinco libros (Pentateuco): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
Sobre la interpretación de lo anterior, es que aparecen los fariseos y los saduceos, que eran los dos grupos que tenían mayoría en el judaísmo del siglo primero. Para los saduceos, se trataba de interpretar y aplicar la Ley al pie de la letra. Mientras que para los fariseos, además de los cinco libros de la Ley, estaban los libros de los Profetas, que también tenían validez como norma, aunque con un grado inferior que el Pentateuco. Para los fariseos se trataba de una “tradición” interpretativa de la Ley, comenzada en Moisés y transmitida en el tiempo, adaptada por los grandes maestros según las circunstancias; es decir, se trataba de darle importancia a la tradición de los ancianos, que no era otra cosa que la Ley oral, que iba enriqueciendo con el tiempo.
Los fariseos y los saduceos conformaban el Sanedrín, que tenía su sede en Jerusalén. El Sanedrín era el máximo órgano legislativo y judicial de los judíos de todo el mundo, tanto para los que vivían en territorio judío, como los judíos que estaban dispersos por el mundo.
Para los judíos-galileos cumplir la Ley era más difícil, sobre todo en la purificación ritual, por tener precisamente, actividades de agricultura y ganadería, ya que se veían obligados de tocar animales muertos sin sacrificar y a tener contacto con animales prohibidos por la Ley. Sin embargo, el centro de la vida judía en las poblaciones galileas, como Nazaret y Cafarnaúm, era la sinagoga. Ella era el lugar de reunión de las comunidades para la lectura de la Ley, la instrucción y la oración. Cerca de la sinagoga podía haber un baño ritual y pilas destinadas a las abluciones previas a la oración. La autoridad de la comunidad y de la sinagoga era el consejo de ancianos, según se desprende de Lucas 7, 3, en la petición a Jesús en la curación del siervo del centurión. Los jefes de la sinagoga decidían quién dirigiría la oración, y quién dirigiría la predicación. La liturgia comenzaba con las oraciones del Shemá (escucha Israel) y las Dieciocho bendiciones (oraciones diarias obligatorias para todo judío), se leía un fragmento del Pentateuco y otro de los Profetas, todo en hebreo, que era la lengua litúrgica, y después se traducía lo que se había leído al arameo, y se hacía la predicación; y si había un sacerdote, cosa rara en Galilea, se terminaba con una bendición final.
Para todo judío el centro estaba en Jerusalén, porque ahí estaba el templo. Los galileos expresaban su devoción por el templo mediante peregrinajes a Jerusalén, en las grandes fiestas, sobre todo Pascua y Tabernáculos (Lc. 2, 41-52). Además los judíos-galileos pagaban el tributo anual al templo, como todos los judíos.
La Ley y el templo de Jerusalén, eran los dos pilares fundamentales de la religión judía. La tercera base del judío eran la tierra y la familia. La familia era donde se transmitía la religión de Abraham y de Moisés. En el núcleo familiar se aprendía la Ley, y en la familia se celebraba la fiesta semanal, que era el día sábado, día en que se recordaba la salida de Egipto. La tierra, por otra parte, era el bien precioso que Dios les había dado, según la enseñanza en el libro de Éxodo 3, 8, a través de Moisés. La tierra era propiedad divina, y sus invasores (los romanos) profanaban el nombre del Dios de Israel. Los galileos vivían con fuerza la protesta interior por la ocupación de una tierra que pertenecía a Dios y a su pueblo. En todas las manifestaciones judías respecto a la desobediencia a los invasores romanos había gran participación de judíos-galileos, al punto de considerar que los galileos eran los más nacionalistas de todos los judíos. Es famoso, entre tantos, Judas el galileo (o Judas Macabeo), del grupo del sacerdote Matatías, en el año 164 antes de Cristo. La lucha era contra la helenización del judaísmo, primero, y después, contra la dominación romana. Se añaden a ese grupo los asiduos o “piadosos” (jasidim) (según el primer libro de los Macabeos, 2, 42), aunque después se separaran por distintas motivaciones. En esa compleja realidad nacen los tres grandes grupos judíos que existían en los tiempos de Jesús: los saduceos, los fariseos y los esenios. Estos tres grandes grupos tenían sus propias interpretaciones y aplicaciónes de la Ley. Los fariseos afirmaban que “algunos acontecimientos son obra del destino (la providencia divina), pero no todos; mientras que otros acontecimientos, sucedan como sucedan, dependen de nosotros”. Los saduceos defendían que somos responsables de nuestro propio bien, y que sufrimos la desgracia como consecuencia de nuestra falta de reflexión. Los esenios subrayaban “que no pasa nada entre los hombres que no sea conforme al decreto divino”. Los fariseos y los saduceos tenían sus aspiraciones políticas y de poder, y alternaban, aún en pugna, por ejercer los grandes cargos, como el de sumo sacerdote. Los saduceos eran apegados a la Ley, especialmente al Pentateuco. Los fariseos eran más abiertos en cuanto a la interpretación y aplicación de la Ley, y a pesar de adaptarse más a los problemas diarios, acumulaban preceptos y reglamentaciones. Mientras que los esenios eran más elitistas y más radicales, al punto de retirarse al desierto, como al Qumrán.

En este ambiente nace Jesús, hijo de María y de José, de la tribu de David.

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