Epílogo
En esos tiempos del
Seminario, y aún ahora, se cantaba con gran influencia sujestiva y emocional la
canción de “pescador de hombres”,
sobre todo en el momento de la comunión, cuando se celebraba la Eucaristía.
Esa canción nos
decía, y todavía hoy, muchas cosas. Nos hacía llorar porque nos sugería
interiormente cosas bonitas. Se saboreaban dulzuras de experiencia de encuentro
y de búsqueda, simultáneamente. Cada cual disfrutaba de esas pequeñas
insinuaciones del corazón, que lo iban marcando y definiendo en esa experiencia
del tú a tú de lo profundo de la oración sentida y experimentada, comenzada
desde la niñez en el corazón del hogar y de la familia, y cultivada en el
tiempo. Todavía hoy. Con toda seguridad cantarían esa canción el día de
nuestras ordenaciones sacerdotales. Y
con toda seguridad lloraríamos. Todavía hoy.
Y con la letra de
esa canción se da por terminado este recorrido, para confirmar que se trata de
la misma experiencia continuada, al pasar de los años, que en nada varían ni
cambian el encuentro inicial, sino que lo mantienen y lo confirman.
Dice la canción:
“Tú has venido a la orilla.
No has buscado ni a sabios ni a ricos.
Tan solo quieres que yo te siga…
Señor, me has mirado a los ojos.
Sonriendo has dicho mi nombre.
En la arena he dejado mi barca.
Junto a Ti, buscaré otro mar.
Tú, sabes bien lo que tengo.
En mi barca no hay oro, ni espadas...”
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