viernes, 8 de abril de 2016

La experiencia romana... (El Cristo que he buscado)...

La experiencia romana


Se presentó la oportunidad.
Unos fueron antes, y otros después. Otros, ni antes, ni después, pues no les motivaba ir, por lo menos a estudiar. Muchos fueron por otros motivos, como el turismo. Pero, la experiencia era distinta, y los impactos muy diversos.
Los que fueron a estar algunos días más de los que dispone un tours, y se quedaron para tomársela un poco más en serio, vivieron lo que en Roma se suele llamar con la expresión “la experiencia romana”.
En los primeros días es la euforia de estar en Roma. Todo es nuevo. Todo es Roma. Todo es historia. Las visitas obligadas a la Basílica de San Pedro, las fotos frente al Obelisco de la Plaza de San Pedro, las fuentes y las plazas, la pizza, y todo ese embrujo que da el llegar a la famosa ciudad eterna (cfr. Daniel Albarrán, Los Dos (novela). La novedad en la juventud ya adulta de encontrarse en donde de estudiante le parecía una fantasía. El estudiar el idioma, poco a poco y de prisa porque ya se comenzarán las clases, y hay que estar mínimamente preparado. El cambio de horario y su adaptación. En fin, un sinfín de cosas y elementos de ir buscando acomodo a lo que va a ser el hogar por dos o tres años.
Al cabo de dos o tres meses, encontrarse ya imbuido entre libros, en la biblioteca, y entre apuntes y notas para completar el estudio personalizado de las materias del pensum de estudios.
Todo vuelve a ser como en los tiempos de estudio en el Seminario. Pero con la diferencia que ahora se trata y se trataba de estudios superiores. No había tiempo que perder. Había que llenar lo que no se sabía. Era la hora de equilibrar y de colocar en su justo puesto las bases, buenas o no tan buenas, de la formación de joven. Algunos tenían muchas ventajas. Otros, no tanto. Pero había que tener buenos fundamentos en conocimientos. Si no, había que buscarlos con seriedad y responsabilidad. Sin embargo, algunos no se la tomaban tan en serio. Otros, se quemaban literalmente las cejas en el intento.
Ahí estaba yo. Había optado por la “Teología Dogmática”, y con el propósito de profundizar en Cristología. A pesar de que un sacerdote que ya había estado en Roma preparándose en Teología Dogmática, mención Eclesiología, y que sabía cómo se batía el cobre, como se dice, me había sugerido que hiciera, más bien, Teología Fundamental. Había dado sus razones, y entre otras, según su opinión, yo debería ser bueno para Teología Fundamental. No entendí, por ese entonces, porque no sabía la diferencia de una y de otra. Así que opté por Teología Dogmática.
Ya llevaba una idea del tema que sería la materia de estudio para realizar el trabajo escrito (tesina) con el que optaría a la licenciatura en Teología Dogmática. El tema era: “El Cristo que se transmite en las películas”. Es decir, la idea de Cristo que las películas y el cine transmite a la gente, y con la idea de Cristo que la gente tiene. A mí me parecía que podría ser un tema muy bueno. De hecho, en los pasillos de la Residencia donde vivíamos, hablaba con algunos de los residentes-estudiantes, sobre ese posible tema. Algunos escuchaban y daban sus razones en contra. Otros, asentían que sería interesante. Ilusión de novato, por supuesto, porque las cosas cambiarían en el transcurso. Pero, no es descartable que hacer un estudio de tanta envergadura, sería realmente muy bueno, y hasta necesario. Eso significaría tener acceso a una video-teca donde estén todas las películas sobre Jesús de Nazaret, que por esos tiempos, no me eran posibles.
En el primer semestre, casi todos nos veíamos en las mismas aulas. Había materias generales para todos, porque se trataba de teología, y como es lógico se trataba de materias comunes. En el segundo semestre ya cada uno iba enrumbando la escogencia, y a pesar de que todavía se veían materias comunes a todos, se iban dividiendo los grupos. En el tercer semestre, ya era más selectivo cada grupo según se hubiese elegido. En el cuarto, quedaba un grupo muy reducido y específico y con profesores especialistas en la materia en concreto. Así, el grupito de unos 12 nos quedamos recibiendo clases de manera exclusiva con Jean Galot, un cristólogo de renombre en la Universidad Gregoriana. Había otro muy bueno, tal vez, de más fama. Era Jacques Dupuis. Se decía que había cierta rivalidad de posturas entre ellos dos. Era cuestión de asistir a sus clases y comprobar las diferencias. Galot, de hecho, era de la postura regia de la Iglesia. Sostenía que San Pedro era célibe y que no estaba casado; por otro, lado, afirmaba vehementemente que la venida de Jesucristo se daría el día en que todo el mundo estuviese convertido al cristianismo, y cuando no reinara otra religión que la católica. En ese pequeño grupo de discusión, sobre todo los sábados, que era la clase exclusiva con él, se había llegado a unas diferencias de pensamiento y se le había llevado la contraria. Dupuis, por su lado, cuestionaba un poco el centralismo de la Iglesia Católica con su sede en Roma, y era partidario de una re-evaluación de la importancia de las Iglesias locales, como la latinoamericana y del tercer mundo, y su no necesaria vinculación con Roma. Dupuis era más de la idea que Dios salva y se manifiesta en otras religiones, y que la idea de que no hay salvación fuera de la Iglesia (“extra ecclesiam nulla Salus”) no obedece al proyecto de salvación, que es para todo el género humano, sino que es una reducción y una como puesta de camisa de fuerza a Dios. Dupuis había publicado un libro titulado “Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso”, que más tarde le costara el cargo de académico en la Universidad Gregoriana, y la prohibición de enseñar teología. Se dice que esta censura lo llevó al desgaste mental y físico, que le provocara prematuramente la muerte. Entre Jacques Dupuis, que estuvo en la India y asimiló su cultura, y Anthony de Mello y algunos de los discípulos de de Mello como Carlos Vallés, pareciera existir una especie de similitud en sus planteamientos, y son de la idea de un diálogo entre el cristianismo, el hinduismo y el budismo.
Dupuis y Galot eran los dos cristólogos de más renombre, por ese entonces, en la Gregoriana de Roma. Era interesante ver los planteamientos y las posturas que cada uno tenía. Dupuis era más liberal. Galot más cerrado. Las clases de Dupuis estaban repletas y daba gusto escucharle, tal vez, por sus ideas un poco atrevidas para el momento, y porque la apertura que tenía era fascinante. Sin embargo, Dupuis, era más exigente, y para poder seguirle había que leer mucho más, de lo que ya se tenía que leer, sobre todo, para llenar los vacíos en teología que se llevaban. Era un trabajo intelectual agotador, pero había que hacerlo.
Inicialmente, me había inclinado por hacer la tesina para la licenciatura con el teólogo y cristólogo Jacques Dupuis. Una o dos semanas antes de terminar el semestre y con su materia, me acerqué a conversar con él. Le propuse y le solicité que si él aceptaba ser mi tutor intelectual para la licenciatura. Dijo que sí, pero que era muy temprano. Que lo fuera pensando para el tercer semestre. Pero al terminar el semestre, después de dar el examen oral de quince minutos de su materia, en el salón de clases dispuesto para ello, cambié de idea, porque pasé mucho trabajo dando el examen. Sufrí una barbaridad ante su bombardeo de preguntas. No había terminado la idea que estaba diciendo de la pregunta respectiva, cuando ya venía la siguiente pregunta, y así, para experimentar que esos quince minutos eran el fin del mundo. Esa mañana había nevado en Roma, y según los noticieros, hacía cinco años que en Roma no nevaba como ese día. Aquello era un espectáculo hermoso. Había nieve hasta en las ventanas, así como pasan en las películas. Había que andar con guantes y con tapa orejas para controlar la temperatura en el cuerpo, además del abrigo y de la bufanda. En las calles había que caminar con mucho cuidado, porque a cada paso, se sentía deslizarse la planta de los pies, y había que sincronizar las pisadas para no dar en una costalada en el pavimento o en la acera. Se sentía una algarabía en los autobuses interurbanos que llevaban y transportaban a los usuarios. El tema de conversación era la nevada, tanto para los mismos romanos, como para los extranjeros como nosotros. Sin duda, que aquella experiencia era muy bonita. Pero, para mí, fue hasta cierto punto un poco cortada, ya que a las nueve en punto de la mañana, el padre Jacques Dupuis, estaba abriendo la puerta del salón de clases y diciendo mi apellido y nombre, y que por orden alfabético me convertían en el primero de la lista. Afuera en el pasillo estábamos unos cinco o seis alumnos. Dí un paso al frente y me enrumbé hacia la puerta del salón. Nos dimos la mano, como buenos caballeros. Nos dirigimos hacia los puestos destinados para el interrogatorio, uno frente al otro. Yo hice referencia a la nevada y miramos las ventanas. El profesor fue al grano e hizo la pregunta. Hizo una referencia a Bultmann, un cristólogo, y me pidió que hablara de su postura intelectual y de las ventajas y desventajas de sus planteamientos cristológicos. Empecé a hablar. Y a medida que iba hablando me interrumpía con otra nueva pregunta, y sentía que no me daba chance de aclarar la idea anterior, mucho menos la siguiente, y menos que menos la siguiente de la siguiente. Entonces pasaba de un autor a otro, y de otro para otro. La nieve de las ventanas ya no me parecía blanca ni bonita. Fueron quince minutos interminables. Creo que no dí pie con bola. Y ese era mi primera evaluación de mi primer semestre en la Gregoriana.

Era el inicio real en la piel viva de la asimilación de la expresión, que hasta ese momento nos sonaba a bonito, en la frase “la experiencia romana”. Apenas estábamos comenzando a vivir la otra cara de la moneda, en donde la moneda tenía dos marcas, en una la cara, y en la otra la cruz, como se dice cuando se juega o se apuesta a la suerte: cara o cruz. Y hasta ese momento, y desde ese instante, comenzaba la moneda a caer, no precisamente, en el lado de la cara. Comenzaba a saber y a experimentarse lo fuerte que era la frase, que al principio la decíamos deportivamente, pero que era el comienzo de una etapa difícil (cfr. La noche oscura de la que habla San Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo).

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