La experiencia romana
Se presentó la oportunidad.
Unos fueron antes, y otros después. Otros, ni antes, ni después, pues no
les motivaba ir, por lo menos a estudiar. Muchos fueron por otros motivos, como
el turismo. Pero, la experiencia era distinta, y los impactos muy diversos.
Los que fueron a estar algunos días más de los que dispone un tours, y
se quedaron para tomársela un poco más en serio, vivieron lo que en Roma se
suele llamar con la expresión “la
experiencia romana”.
En los primeros días es la euforia de estar en Roma. Todo es nuevo. Todo
es Roma. Todo es historia. Las visitas obligadas a la Basílica de San Pedro,
las fotos frente al Obelisco de la
Plaza de San Pedro, las fuentes y las plazas, la pizza, y
todo ese embrujo que da el llegar a la famosa ciudad eterna (cfr. Daniel
Albarrán, Los Dos (novela). La
novedad en la juventud ya adulta de encontrarse en donde de estudiante le
parecía una fantasía. El estudiar el idioma, poco a poco y de prisa porque ya
se comenzarán las clases, y hay que estar mínimamente preparado. El cambio de
horario y su adaptación. En fin, un sinfín de cosas y elementos de ir buscando
acomodo a lo que va a ser el hogar por dos o tres años.
Al cabo de dos o tres meses, encontrarse ya imbuido entre libros, en la
biblioteca, y entre apuntes y notas para completar el estudio personalizado de
las materias del pensum de estudios.
Todo vuelve a ser como en los tiempos de estudio en el Seminario. Pero
con la diferencia que ahora se trata y se trataba de estudios superiores. No
había tiempo que perder. Había que llenar lo que no se sabía. Era la hora de
equilibrar y de colocar en su justo puesto las bases, buenas o no tan buenas,
de la formación de joven. Algunos tenían muchas ventajas. Otros, no tanto. Pero
había que tener buenos fundamentos en conocimientos. Si no, había que buscarlos
con seriedad y responsabilidad. Sin embargo, algunos no se la tomaban tan en
serio. Otros, se quemaban literalmente las cejas en el intento.
Ahí estaba yo. Había optado por la “Teología
Dogmática”, y con el propósito de profundizar en Cristología. A pesar de
que un sacerdote que ya había estado en Roma preparándose en Teología
Dogmática, mención Eclesiología, y que sabía
cómo se batía el cobre, como se dice, me había sugerido que hiciera, más
bien, Teología Fundamental. Había dado sus razones, y entre otras, según su
opinión, yo debería ser bueno para Teología Fundamental. No entendí, por ese
entonces, porque no sabía la diferencia de una y de otra. Así que opté por
Teología Dogmática.
Ya llevaba una idea del tema que sería la materia de estudio para
realizar el trabajo escrito (tesina) con el que optaría a la licenciatura en
Teología Dogmática. El tema era: “El
Cristo que se transmite en las películas”. Es decir, la idea de Cristo que
las películas y el cine transmite a la gente, y con la idea de Cristo que la
gente tiene. A mí me parecía que podría ser un tema muy bueno. De hecho, en los
pasillos de la Residencia
donde vivíamos, hablaba con algunos de los residentes-estudiantes, sobre ese
posible tema. Algunos escuchaban y daban sus razones en contra. Otros, asentían
que sería interesante. Ilusión de novato, por supuesto, porque las cosas
cambiarían en el transcurso. Pero, no es descartable que hacer un estudio de
tanta envergadura, sería realmente muy bueno, y hasta necesario. Eso
significaría tener acceso a una video-teca donde estén todas las películas
sobre Jesús de Nazaret, que por esos tiempos, no me eran posibles.
En el primer semestre, casi todos nos veíamos en las mismas aulas. Había
materias generales para todos, porque se trataba de teología, y como es lógico
se trataba de materias comunes. En el segundo semestre ya cada uno iba
enrumbando la escogencia, y a pesar de que todavía se veían materias comunes a
todos, se iban dividiendo los grupos. En el tercer semestre, ya era más
selectivo cada grupo según se hubiese elegido. En el cuarto, quedaba un grupo
muy reducido y específico y con profesores especialistas en la materia en
concreto. Así, el grupito de unos 12 nos quedamos recibiendo clases de manera
exclusiva con Jean Galot, un cristólogo de renombre en la Universidad Gregoriana.
Había otro muy bueno, tal vez, de más fama. Era Jacques Dupuis. Se decía que
había cierta rivalidad de posturas entre ellos dos. Era cuestión de asistir a
sus clases y comprobar las diferencias. Galot, de hecho, era de la postura
regia de la Iglesia.
Sostenía que San Pedro era célibe y que no estaba casado; por
otro, lado, afirmaba vehementemente que la venida de Jesucristo se daría el día
en que todo el mundo estuviese convertido al cristianismo, y cuando no reinara
otra religión que la católica. En ese pequeño grupo de discusión, sobre todo
los sábados, que era la clase exclusiva con él, se había llegado a unas
diferencias de pensamiento y se le había llevado la contraria. Dupuis, por su
lado, cuestionaba un poco el centralismo de la Iglesia Católica
con su sede en Roma, y era partidario de una re-evaluación de la importancia de
las Iglesias locales, como la latinoamericana y del tercer mundo, y su no
necesaria vinculación con Roma. Dupuis era más de la idea que Dios salva y se
manifiesta en otras religiones, y que la idea de que no hay salvación fuera de la Iglesia (“extra ecclesiam nulla Salus”) no obedece
al proyecto de salvación, que es para todo el género humano, sino que es una
reducción y una como puesta de camisa de fuerza a Dios. Dupuis había publicado
un libro titulado “Hacia una teología
cristiana del pluralismo religioso”, que más tarde le costara el cargo de
académico en la
Universidad Gregoriana , y la prohibición de enseñar teología.
Se dice que esta censura lo llevó al desgaste mental y físico, que le provocara
prematuramente la muerte. Entre Jacques Dupuis, que estuvo en la India y asimiló su cultura,
y Anthony de Mello y algunos de los discípulos de de Mello como Carlos Vallés,
pareciera existir una especie de similitud en sus planteamientos, y son de la
idea de un diálogo entre el cristianismo, el hinduismo y el budismo.
Dupuis y Galot eran los dos cristólogos de más renombre, por ese
entonces, en la Gregoriana
de Roma. Era interesante ver los planteamientos y las posturas que cada uno
tenía. Dupuis era más liberal. Galot más cerrado. Las clases de Dupuis estaban
repletas y daba gusto escucharle, tal vez, por sus ideas un poco atrevidas para
el momento, y porque la apertura que tenía era fascinante. Sin embargo, Dupuis,
era más exigente, y para poder seguirle había que leer mucho más, de lo que ya
se tenía que leer, sobre todo, para llenar los vacíos en teología que se
llevaban. Era un trabajo intelectual agotador, pero había que hacerlo.
Inicialmente, me había inclinado por hacer la tesina para la
licenciatura con el teólogo y cristólogo Jacques Dupuis. Una o dos semanas
antes de terminar el semestre y con su materia, me acerqué a conversar con él.
Le propuse y le solicité que si él aceptaba ser mi tutor intelectual para la
licenciatura. Dijo que sí, pero que era muy temprano. Que lo fuera pensando
para el tercer semestre. Pero al terminar el semestre, después de dar el examen
oral de quince minutos de su materia, en el salón de clases dispuesto para
ello, cambié de idea, porque pasé mucho trabajo dando el examen. Sufrí una
barbaridad ante su bombardeo de preguntas. No había terminado la idea que
estaba diciendo de la pregunta respectiva, cuando ya venía la siguiente pregunta,
y así, para experimentar que esos quince minutos eran el fin del mundo. Esa
mañana había nevado en Roma, y según los noticieros, hacía cinco años que en
Roma no nevaba como ese día. Aquello era un espectáculo hermoso. Había nieve
hasta en las ventanas, así como pasan en las películas. Había que andar con
guantes y con tapa orejas para controlar la temperatura en el cuerpo, además
del abrigo y de la bufanda. En las calles había que caminar con mucho cuidado,
porque a cada paso, se sentía deslizarse la planta de los pies, y había que
sincronizar las pisadas para no dar en una costalada en el pavimento o en la
acera. Se sentía una algarabía en los autobuses interurbanos que llevaban y
transportaban a los usuarios. El tema de conversación era la nevada, tanto para
los mismos romanos, como para los extranjeros como nosotros. Sin duda, que
aquella experiencia era muy bonita. Pero, para mí, fue hasta cierto punto un
poco cortada, ya que a las nueve en punto de la mañana, el padre Jacques
Dupuis, estaba abriendo la puerta del salón de clases y diciendo mi apellido y
nombre, y que por orden alfabético me convertían en el primero de la lista.
Afuera en el pasillo estábamos unos cinco o seis alumnos. Dí un paso al frente
y me enrumbé hacia la puerta del salón. Nos dimos la mano, como buenos
caballeros. Nos dirigimos hacia los puestos destinados para el interrogatorio,
uno frente al otro. Yo hice referencia a la nevada y miramos las ventanas. El
profesor fue al grano e hizo la pregunta. Hizo una referencia a Bultmann, un
cristólogo, y me pidió que hablara de su postura intelectual y de las ventajas
y desventajas de sus planteamientos cristológicos. Empecé a hablar. Y a medida
que iba hablando me interrumpía con otra nueva pregunta, y sentía que no me
daba chance de aclarar la idea anterior, mucho menos la siguiente, y menos que
menos la siguiente de la siguiente. Entonces pasaba de un autor a otro, y de
otro para otro. La nieve de las ventanas ya no me parecía blanca ni bonita.
Fueron quince minutos interminables. Creo que no dí pie con bola. Y ese era mi
primera evaluación de mi primer semestre en la Gregoriana.
Era el inicio real en la piel viva
de la asimilación de la expresión, que hasta ese momento nos sonaba a bonito,
en la frase “la experiencia romana”.
Apenas estábamos comenzando a vivir la otra cara de la moneda, en donde la
moneda tenía dos marcas, en una la cara, y en la otra la cruz, como se dice
cuando se juega o se apuesta a la suerte: cara
o cruz. Y hasta ese momento, y desde ese instante, comenzaba la moneda a
caer, no precisamente, en el lado de la cara. Comenzaba a saber y a
experimentarse lo fuerte que era la frase, que al principio la decíamos
deportivamente, pero que era el comienzo de una etapa difícil (cfr. La noche
oscura de la que habla San Juan de la
Cruz en Subida al Monte
Carmelo).
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