La Cristología
Cada cosa en su lugar y en su
justo momento.
Así, en su debido tiempo, en el
Seminario, nos tocó cursar la materia Cristología. Una materia fascinante
porque se trataba de estudiar en dos semestres la vida de Cristo, según los
Evangelios, porque no es otra la fuente, además de las cartas paulinas. Sin
contar, por supuesto, el estudio de Cristo, de manera implícita, cuando ya se
había estado estudiando todas las demás materias. Pero, ahora, se trataba de un
estudio un poco más directo de las metodologías y de las formas de acercarse al
misterio del Dios hecho hombre (“Emmanuel,”
“Dios con nosotros”, Mt. 1, 23).
Nos encontrábamos en el centro del
centro mismo. Era y es la materia más importante que pueda haber en todo el
cristianismo. Todas las demás dependen de ella. De hecho, una auténtica y
sólida Cristología es la base para cualquier comprensión teológica que pueda
haber sobre Dios y sobre el hombre. En Cristo converge la realidad divina y la
realidad humana. Desde Él se comprende la revelación de Dios, y se explica el
misterio del hombre, al mismo tiempo.
Se trata de comprender al propio fundador de la Iglesia.
Desde el punto que se le mirara era y es la materia más bonita que pueda
haber en todos los 4 años de estudios de teología en la formación de un
seminario. Para unos jóvenes plenos de la belleza de la juventud y ansiosos de
llenar sus mentes del conocimiento de la verdad sobre Jesús, y sobre todo, de
dar explicación al hecho maravilloso de la convocatoria y de la respuesta,
encontrarse en aquel punto de la preparación, era un momento de una gran
riqueza intelectual y espiritual único. Porque intelectual es decir ya una
experiencia espiritual. No se oponen. Es la misma verdad.
Era encontrarse enamorados del que los convocaba y los estimulaba a
continuar. Y era encontrar muchos detalles de la historia de ese mismo
personaje que los hacía interesarse más por Él, para seguir en el mismo círculo
envolvente de la búsqueda y del encuentro, sin querer salir, a pesar de las
inexperiencias y de las inseguridades en ese mismo saber. Pero eso mismo los
llevaba a intentar profundizar.
Se trataba de comprender muchas cosas. Era poder diferenciar las
cristologías de cada evangelista y la Cristología de los Evangelios en su conjunto,
porque, a pesar de que cada evangelista tiene un propósito y un esquema, una
era la meta y finalidad de todos en su inspiración del Espíritu Santo: hacer
una profesión de fe en que Jesús es el Mesías, el Cristo, el Salvador. Así cada
evangelista difiera uno de otro. Marcos, es más histórico, a pesar de no
contener expresamente datos biográficos de Jesús. Lucas hace más uso del
conocimiento de las Sagradas Escrituras, y leer el Evangelio de San Lucas, es
comprender al pueblo judío, de forma compendiada o resumida. Muchos datos de su
Evangelio dan esas pautas de comprensión global de las Escrituras, como el
cántico de María en el Magníficat, o el canto de Simeón cuando la presentación
del niño Jesús en el templo, como ejemplos. Mateo obedece a otra línea. San
Juan es una reflexión teológica y una clara profesión de fe, desde sus mismos
comienzos. Cada evangelista con su propia línea, pero todos unidos en la misma
profesión, porque cada Evangelio es una cristología, y todos los Evangelios,
son una misma y única Cristología.
Eso por una parte. Por la otra, estaba en sorprenderse ante el
descubrimiento en los mismos Evangelios de que el Reino de los Cielos, ya había
llegado. Que era un hecho histórico, real. Pero que todavía no. Y, a pesar de
que esta especificidad era materia propia de la “Escatología”, por tratarse de las realidades de después de la
muerte, y que son un misterio insondable, era comprender, igualmente, que el
Reino de los cielos era ya un hecho en la historia, porque cada uno tenía que
asumir la vida en su plenitud. Ciertamente, con la esperanza de una cercanía
con Dios, post-mortem. Pero eso no llevaba bajo ninguna circunstancia a evadir
el presente histórico.
Era, entonces, cuando la materia o el curso de Cristología se hacía
fascinante. Porque era comprender que “ya
había llegado el Reino de los cielos”, pero que “todavía no”. Es decir, que la tan anhelada llegada de Jesús a
juzgar el mundo, tal vez, en forma apocalíptica, era simplemente una utopía y
una sencilla fantasía. Se trataba de comprender que no era una proyección
enajenadora y alienante de nuestro hoy concreto. Sino que era de asumir.
Esa comprensión parecía un gran descubrimiento. Y entusiasmaba. El tema
de la cruz de Cristo comenzaba a iluminar los entendimientos y los corazones.
Era una cruz como referencia a la propia vida de cada uno. Era una prolongación
de la vida de cada uno. Entonces, Cristo pasaba a ser más que modelo a seguir.
Eso era lo fascinante. Porque era una meta y un objetivo de estudio.
La clave estaba precisamente en el hecho histórico de Jesús de Nazaret,
que era y es el Salvador, el Mesías, el Cristo.
Aquel grupo se fue interesando más y más. A algunos de sus integrantes
iban perfilando ya el gusto por esta o por otra materia. Estaban ya en
capacidad de tener algunas ideas precisas al respecto. A esas alturas ya cada
uno sabía por cuál de ellas especializarse, en caso de que se presentase la
oportunidad, entre los que se generaba esa inquietud de estudio, por supuesto.
En el caso de la materia “Cristología”,
el texto base de estudio había sido la obra del cristólogo y teólogo francés
Christian Duquoc, titulada “El hombre
Jesús” (primer tomo), y “El Mesías”
(segundo tomo). Esta era la cristología que les serviría de base y fundamento
teológico de ahí en adelante. Había faltado el sentido crítico y de análisis,
que ya serían tareas para después, en caso de buscar profundizar al respecto.
En todo caso, todos habían quedado fascinados de las nuevas cosas que
habían descubierto.
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