Al paso del tiempo
Los años van pasando. Cada cual
iba asimilando lo que la vida les iba deparando, para bien y para mal pero en
constante crecimiento. Algunos habían sido fieles a su constante búsqueda y
hallazgo; otros, se habían conformado con lo mucho o poco que habían aprendido
en el Seminario. No necesitaban más, porque sus campos de acción no les
requería más de lo que ya tenían, ya en conocimiento, ya porque de nada sirve a
la hora del té, como se dice, todo lo que se ha aprendido o se pueda aprender,
porque no cuenta a la hora de ser multiplicadores del misterio al que se ha
sido llamado, primero por Cristo, en el Espíritu Santo, y después, confirmado
en la acción de la Iglesia
al ser ordenado sacramentalmente como ministro ordinario del altar, en el que,
al fin y al cabo, no se es más que instrumento. Todo lo demás, ya mucho o poco,
no pasa de ser más que simple añadidura, que en nada cambia o transforma la
esencia de ese llamado, que trasciende toda dimensión meramente humana; para
mantenerla como es y ha sido siempre, un misterio del amor misericordioso por
la humanidad, y que el mismo Papa Juan Pablo II resumía en su primera Encíclica
Redemptor hominis, precisamente por
esos mismos años (1979), resaltando la idea más grande de la confesión de fe de
la Iglesia ,
recitada y proclamada constantemente en el credo dominical, y es “que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen , y se hizo hombre. Y
por nuestra causa fue crucificado”. Por esos mismos tiempos aparecía el
nuevo Misal (1988) en el que una de las plegarias eucarísticas resaltaba la idea
teológica de que Cristo es al mismo tiempo, el sacerdote, la victima y el
altar, para insistir en la idea de la instrumentalidad del ministro, por sobre
todas las cosas; dando el énfasis en que Cristo es la Salvación , y ni siquiera
la Iglesia la
que salva, sino Cristo en la ofrenda cruenta del Viernes Santo, repetido en la
historia de manera de sacramento como mandato y misión al repetir las mismas
palabras y hechos del Jueves Santo, es la ofrenda perfecta al Padre, en función
de la paz de la humanidad.
Todo a partir de ahí, no era y es
más que añadidura. Bonito, bueno o útil, pero añadidura. Los títulos obtenidos,
ya por esfuerzo y trabajo propios como en los estudios, ya por méritos de
obediencia, o cualquier otro de estructuras, igualmente, eran añadiduras. Los
cargos desempeñados en el árbol social de la organización eclesiástica, ya en
la curia, como colaboradores inmediatos en las administraciones diocesanas, o
ya representado en cierta forma algo del sabor del poder y haciendo uso de él,
algunos en aras de un servicio fraterno sincero, u otros por el solo hecho del
poder; también, igualmente, añadiduras. Algunos haciendo carrera en la escalera
social eclesiástica; y otros, no aspirando a más que la realización de lo
inmediato, sin más aspiraciones que sus realizaciones, pero con aspiraciones
subyacentes de poder y su ejercicio; todo, igualmente, añadiduras. Así cada
cual se iba desempeñando, entrando cada uno de acuerdo con sus circunstancias
históricas concretas, en el vaivén de la historia que nos lleva a todos a la
madurez de la vida, por el camino único de la vida como tal. Sin más añadidura
ni adorno que siendo fieles a la historia de sus individualidades en caminos de
más en la ruta del crecimiento personal. Porque se trata de que quien “quiera seguirme – según las palabras del
Maestro – que cargue con su cruz de cada
día y me siga”, dependiendo de los roles que cada uno estuviera
desempeñando en esa fidelidad a la invitación y recordatorio de vida.
Todo nuevo, pero viejo al mismo tiempo. Haciendo cada uno sus propios
hallazgos, lo que hacía como que fuera nuevo lo que ya era viejo de por sí, sin
negar con ello la novedad en el encuentro que podría resultar sorpresivo, como
tiene que serlo cuando se está en la apertura; y aún cuando no se lo esté,
porque, de la misma manera va haciendo mella y su marca los fracasos, que son
los que dejan su huella imborrable más profundo, muy distintos de los propios
éxitos que a veces no llevan a la superficialidad y en ver que la vida como si
fuera un chasquido de dedos que nos da todo con facilidad. Tal vez, por eso, es
que son los momentos duros y adversos los que van puliendo y perfeccionando la
persona.
Algunos permanecieron fieles a la
convocatoria inicial y de adolescente de la experiencia del tú a tú con Cristo
en la respuesta continuada en el tiempo, sometidos a ese mismo vaivén de la
historia. Otros, por el contrario, en esa misma búsqueda, por caminos distintos
a los emprendidos y andados, redescubrieron caminos nuevos para darles sentidos
a sus compromisos con ellos mismos, más no por ello, alejados del mismo Cristo
que los llamaba e invitaba, conocedor de la fragilidad humana. Para, por eso
mismo, resaltar las bondades y las riquezas de su infinito amor misericordioso,
con el peso de las clasificaciones sociales que ello implicara e implica. Tal
vez, más cerca todavía de lo que ya pudiese haberse estado del Cristo amigo y
compañero fiel, re-descubierto con más ahínco y profundidad en sus soledades y
encuentros personales, que habrían de ser siempre la experiencia de ayer, de
esos momentos en concreto, y de siempre. Unos aquí y otros allá, pero cada uno
en conexión íntima y estrecha con la experiencia existencial del asumir, del
que Cristo es siempre su modelo y prototipo, aun cuando fuera distinto en el
camino andado, porque se comprobaba que permanecía y permanece su experiencia
de amor, por sobre todas las cosas, a pesar de las incomprensiones
circunstanciales de los momentos históricos.
Algunos fueron promovidos. Otros
esperaban que los promovieran. Algunos desempeñaron cargos y oficios sin
buscarlos. Otros los buscaban y no los conseguían, y en ese afán humano, se
fueron perfilando los estilos y tendencias individuales para marcar cada uno su
propio caminar, pero siempre bajo la misma inspiración del encuentro personal
con el Cristo que los había llamado, para ser instrumentos, porque suya es la
obra en el tiempo y en la historia en la acción del Espíritu, en la triple
acción del único Dios verdadero y en función del único hombre, obra de sus
manos y la máxima expresión de su obra creadora.
Esta era y es la permanente. Lo era
cuando cada uno había sentido las insinuaciones del espíritu en lo más delicado
y profundo de sus seres, desde la infancia, raíz y fundamento de toda esa rica
experiencia; lo era, cuando adolescentes y después jóvenes renunciaban con
naturalidad y espontaneidad a lo que el futuro como persona humana les pudiese
brindar en la experiencia de una familia; pero continuaban en la respuesta a la
insinuación misteriosa del llamado; lo era cuando experimentaban las maravillas
de las sorpresas del misterio celebrado con experiencia humilde de servicio,
aún con el cansancio y fatiga de la actividad como tales, para comprobar cada
vez más, que todo era y es un misterio, que los sobrepasa y les da razón al
trajinar concreto y del desgaste de sus vidas; lo era, y es, para mantenerlos,
ahora, en la experiencia acumulada de los años vividos, de los que las arrugas
y las canas y el paso del tiempo eran la evidencia de su continua respuesta en
la fidelidad, por sobre todas las limitaciones; porque estas estaban y son
superadas, y no la clave del llamado, sino la realidad de ser instrumentos
porque suya ha sido y será siempre la obra. Misterio que completa y explica sus
vidas en ser convocados a perpetuar sus palabras y hechos, del mandato desde el
mismo momento de la institución del misterio de la Iglesia , al “conmemorar todo en memoria suya”, porque
era y es suya la obra.
Ese es el Cristo que los movía, y
mueve, a responder y a experimentar, al mismo tiempo. Ese es el Cristo que los
movía a la búsqueda constante, y al encuentro, porque no era una búsqueda en el
vacío, sino una búsqueda que ya era encuentro, pero que los llevaba a ese
círculo sin fin de encontrar-buscando y de buscar-encontrando, para
convertirlos en insaciables en la experiencia de la primera infancia, que los
hacía estar siempre enamorados de la misma experiencia, que aparecía, se
asomaba y se escondía en el coqueteo del amor encontrado. Eso es lo que explica
justamente esas sus experiencias, y esas sus renuncias, que si no se ven desde
la fe, no tienen sentido ni razón de ser. Pero su sentido y razón la dan el que
los convocó y mantuvo, por sobre los pesares y vicisitudes de sus debilidades y
limitaciones, para hacer inminente y real la misma experiencia de Juan el
Bautista cuando de Jesús se refería al decir “no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”, o
complementada con aquella firmeza en la incertidumbre confiada de Pedro, cuando
dijera, después del cansancio de la faena cumplida de pescador, y no haber
pescado nada, al refutarle, primero, pero a obedecer después, en “Maestro, hemos estado bregando toda la noche
y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes” (Lc. 5, 5).
Precisamente, porque la obra es suya, y los llamados y convocados, con su
cansancio y fatiga acumulada que no se puede obviar, no tienen otra que
comprender que es así. De lo contrario, se abrogarían como suyo lo que no es
sino en sacramento, representando y significando que no son ellos, así hubiesen
de tener las mil y unas maravillas en cualidades personales y todas las
bondades humanas posibles; sino, que son instrumentos pasajeros y
circunstanciales, y eso permite comprender que no son ni magos, ni poseedores de
dones que serían, sin esa realidad de la convocatoria, una extravagancia y un
desviar la misión y el desempeño individual, para poder vencer la constante
tentación de convertirse en protagonistas, robando el show y desviando la
atención del centro, que es y ha de ser, en recordatorio, un misterio en clave
siempre de llamado, invitación y fidelidad a esa constante en repetitiva.
Ciertamente una tentación en el camino a la que los convocados están sujetos y
sometidos, una y otra vez, y siempre.
Cada uno avanzaba como evangelizado,
primero, porque también es tocado por el Espíritu a la conversión y al
crecimiento personal; y, segundo, como evangelizador en la fidelidad del
llamado y del servicio en el sacrificio personal para hacer vigente la realidad
del misterio, que no es suyo, sino en la relación de la convocatoria y
respuesta humilde y confiada, sometidos y sumergidos en los pesares del vaivén
de la historia.
Así, cada cual avanzaba, aún en el
estancamiento del cansancio, porque en clave de búsqueda y de apertura, todo
conduce al crecimiento y a la amplitud del corazón; para experimentar que el
amor es infinito, y su experiencia es inagotable en la novedad de la sorpresa
del encuentro, para comprobar siempre que “Dios
escribe recto con líneas torcidas”. Y volver siempre a sorprenderse del
misterio del llamado y del acompañamiento silencioso del que lo ha convocado.
Maravilloso y real en la sorpresa de la experiencia del encontrar-encontrando.
Precisamente esa verdad lleva a desgastarse sin límites, ni condiciones de
tiempo y espacio.
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