viernes, 8 de abril de 2016

Al paso del tiempo... (El Cristo que he buscado)...

Al paso del tiempo



Los años van pasando. Cada cual iba asimilando lo que la vida les iba deparando, para bien y para mal pero en constante crecimiento. Algunos habían sido fieles a su constante búsqueda y hallazgo; otros, se habían conformado con lo mucho o poco que habían aprendido en el Seminario. No necesitaban más, porque sus campos de acción no les requería más de lo que ya tenían, ya en conocimiento, ya porque de nada sirve a la hora del té, como se dice, todo lo que se ha aprendido o se pueda aprender, porque no cuenta a la hora de ser multiplicadores del misterio al que se ha sido llamado, primero por Cristo, en el Espíritu Santo, y después, confirmado en la acción de la Iglesia al ser ordenado sacramentalmente como ministro ordinario del altar, en el que, al fin y al cabo, no se es más que instrumento. Todo lo demás, ya mucho o poco, no pasa de ser más que simple añadidura, que en nada cambia o transforma la esencia de ese llamado, que trasciende toda dimensión meramente humana; para mantenerla como es y ha sido siempre, un misterio del amor misericordioso por la humanidad, y que el mismo Papa Juan Pablo II resumía en su primera Encíclica Redemptor hominis, precisamente por esos mismos años (1979), resaltando la idea más grande de la confesión de fe de la Iglesia, recitada y proclamada constantemente en el credo dominical, y es “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado”. Por esos mismos tiempos aparecía el nuevo Misal (1988) en el que una de las plegarias eucarísticas resaltaba la idea teológica de que Cristo es al mismo tiempo, el sacerdote, la victima y el altar, para insistir en la idea de la instrumentalidad del ministro, por sobre todas las cosas; dando el énfasis en que Cristo es la Salvación, y ni siquiera la Iglesia la que salva, sino Cristo en la ofrenda cruenta del Viernes Santo, repetido en la historia de manera de sacramento como mandato y misión al repetir las mismas palabras y hechos del Jueves Santo, es la ofrenda perfecta al Padre, en función de la paz de la humanidad.
Todo a partir de ahí, no era y es más que añadidura. Bonito, bueno o útil, pero añadidura. Los títulos obtenidos, ya por esfuerzo y trabajo propios como en los estudios, ya por méritos de obediencia, o cualquier otro de estructuras, igualmente, eran añadiduras. Los cargos desempeñados en el árbol social de la organización eclesiástica, ya en la curia, como colaboradores inmediatos en las administraciones diocesanas, o ya representado en cierta forma algo del sabor del poder y haciendo uso de él, algunos en aras de un servicio fraterno sincero, u otros por el solo hecho del poder; también, igualmente, añadiduras. Algunos haciendo carrera en la escalera social eclesiástica; y otros, no aspirando a más que la realización de lo inmediato, sin más aspiraciones que sus realizaciones, pero con aspiraciones subyacentes de poder y su ejercicio; todo, igualmente, añadiduras. Así cada cual se iba desempeñando, entrando cada uno de acuerdo con sus circunstancias históricas concretas, en el vaivén de la historia que nos lleva a todos a la madurez de la vida, por el camino único de la vida como tal. Sin más añadidura ni adorno que siendo fieles a la historia de sus individualidades en caminos de más en la ruta del crecimiento personal. Porque se trata de que quien “quiera seguirme – según las palabras del Maestro – que cargue con su cruz de cada día y me siga”, dependiendo de los roles que cada uno estuviera desempeñando en esa fidelidad a la invitación y recordatorio de vida.
Todo nuevo, pero viejo al mismo tiempo. Haciendo cada uno sus propios hallazgos, lo que hacía como que fuera nuevo lo que ya era viejo de por sí, sin negar con ello la novedad en el encuentro que podría resultar sorpresivo, como tiene que serlo cuando se está en la apertura; y aún cuando no se lo esté, porque, de la misma manera va haciendo mella y su marca los fracasos, que son los que dejan su huella imborrable más profundo, muy distintos de los propios éxitos que a veces no llevan a la superficialidad y en ver que la vida como si fuera un chasquido de dedos que nos da todo con facilidad. Tal vez, por eso, es que son los momentos duros y adversos los que van puliendo y perfeccionando la persona.
            Algunos permanecieron fieles a la convocatoria inicial y de adolescente de la experiencia del tú a tú con Cristo en la respuesta continuada en el tiempo, sometidos a ese mismo vaivén de la historia. Otros, por el contrario, en esa misma búsqueda, por caminos distintos a los emprendidos y andados, redescubrieron caminos nuevos para darles sentidos a sus compromisos con ellos mismos, más no por ello, alejados del mismo Cristo que los llamaba e invitaba, conocedor de la fragilidad humana. Para, por eso mismo, resaltar las bondades y las riquezas de su infinito amor misericordioso, con el peso de las clasificaciones sociales que ello implicara e implica. Tal vez, más cerca todavía de lo que ya pudiese haberse estado del Cristo amigo y compañero fiel, re-descubierto con más ahínco y profundidad en sus soledades y encuentros personales, que habrían de ser siempre la experiencia de ayer, de esos momentos en concreto, y de siempre. Unos aquí y otros allá, pero cada uno en conexión íntima y estrecha con la experiencia existencial del asumir, del que Cristo es siempre su modelo y prototipo, aun cuando fuera distinto en el camino andado, porque se comprobaba que permanecía y permanece su experiencia de amor, por sobre todas las cosas, a pesar de las incomprensiones circunstanciales de los momentos históricos.
            Algunos fueron promovidos. Otros esperaban que los promovieran. Algunos desempeñaron cargos y oficios sin buscarlos. Otros los buscaban y no los conseguían, y en ese afán humano, se fueron perfilando los estilos y tendencias individuales para marcar cada uno su propio caminar, pero siempre bajo la misma inspiración del encuentro personal con el Cristo que los había llamado, para ser instrumentos, porque suya es la obra en el tiempo y en la historia en la acción del Espíritu, en la triple acción del único Dios verdadero y en función del único hombre, obra de sus manos y la máxima expresión de su obra creadora.
            Esta era y es la permanente. Lo era cuando cada uno había sentido las insinuaciones del espíritu en lo más delicado y profundo de sus seres, desde la infancia, raíz y fundamento de toda esa rica experiencia; lo era, cuando adolescentes y después jóvenes renunciaban con naturalidad y espontaneidad a lo que el futuro como persona humana les pudiese brindar en la experiencia de una familia; pero continuaban en la respuesta a la insinuación misteriosa del llamado; lo era cuando experimentaban las maravillas de las sorpresas del misterio celebrado con experiencia humilde de servicio, aún con el cansancio y fatiga de la actividad como tales, para comprobar cada vez más, que todo era y es un misterio, que los sobrepasa y les da razón al trajinar concreto y del desgaste de sus vidas; lo era, y es, para mantenerlos, ahora, en la experiencia acumulada de los años vividos, de los que las arrugas y las canas y el paso del tiempo eran la evidencia de su continua respuesta en la fidelidad, por sobre todas las limitaciones; porque estas estaban y son superadas, y no la clave del llamado, sino la realidad de ser instrumentos porque suya ha sido y será siempre la obra. Misterio que completa y explica sus vidas en ser convocados a perpetuar sus palabras y hechos, del mandato desde el mismo momento de la institución del misterio de la Iglesia, al “conmemorar todo en memoria suya”, porque era y es suya la obra.
            Ese es el Cristo que los movía, y mueve, a responder y a experimentar, al mismo tiempo. Ese es el Cristo que los movía a la búsqueda constante, y al encuentro, porque no era una búsqueda en el vacío, sino una búsqueda que ya era encuentro, pero que los llevaba a ese círculo sin fin de encontrar-buscando y de buscar-encontrando, para convertirlos en insaciables en la experiencia de la primera infancia, que los hacía estar siempre enamorados de la misma experiencia, que aparecía, se asomaba y se escondía en el coqueteo del amor encontrado. Eso es lo que explica justamente esas sus experiencias, y esas sus renuncias, que si no se ven desde la fe, no tienen sentido ni razón de ser. Pero su sentido y razón la dan el que los convocó y mantuvo, por sobre los pesares y vicisitudes de sus debilidades y limitaciones, para hacer inminente y real la misma experiencia de Juan el Bautista cuando de Jesús se refería al decir “no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”, o complementada con aquella firmeza en la incertidumbre confiada de Pedro, cuando dijera, después del cansancio de la faena cumplida de pescador, y no haber pescado nada, al refutarle, primero, pero a obedecer después, en “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes” (Lc. 5, 5). Precisamente, porque la obra es suya, y los llamados y convocados, con su cansancio y fatiga acumulada que no se puede obviar, no tienen otra que comprender que es así. De lo contrario, se abrogarían como suyo lo que no es sino en sacramento, representando y significando que no son ellos, así hubiesen de tener las mil y unas maravillas en cualidades personales y todas las bondades humanas posibles; sino, que son instrumentos pasajeros y circunstanciales, y eso permite comprender que no son ni magos, ni poseedores de dones que serían, sin esa realidad de la convocatoria, una extravagancia y un desviar la misión y el desempeño individual, para poder vencer la constante tentación de convertirse en protagonistas, robando el show y desviando la atención del centro, que es y ha de ser, en recordatorio, un misterio en clave siempre de llamado, invitación y fidelidad a esa constante en repetitiva. Ciertamente una tentación en el camino a la que los convocados están sujetos y sometidos, una y otra vez, y siempre.
            Cada uno avanzaba como evangelizado, primero, porque también es tocado por el Espíritu a la conversión y al crecimiento personal; y, segundo, como evangelizador en la fidelidad del llamado y del servicio en el sacrificio personal para hacer vigente la realidad del misterio, que no es suyo, sino en la relación de la convocatoria y respuesta humilde y confiada, sometidos y sumergidos en los pesares del vaivén de la historia.

            Así, cada cual avanzaba, aún en el estancamiento del cansancio, porque en clave de búsqueda y de apertura, todo conduce al crecimiento y a la amplitud del corazón; para experimentar que el amor es infinito, y su experiencia es inagotable en la novedad de la sorpresa del encuentro, para comprobar siempre que “Dios escribe recto con líneas torcidas”. Y volver siempre a sorprenderse del misterio del llamado y del acompañamiento silencioso del que lo ha convocado. Maravilloso y real en la sorpresa de la experiencia del encontrar-encontrando. Precisamente esa verdad lleva a desgastarse sin límites, ni condiciones de tiempo y espacio.

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